LA APRENDIZ

Por Diana Bellesi


Hay un lugar que no tiene adentro ni afuera. Una extrañeza encantada donde el tiempo suspende su lógica, la secuencia. Hay un entrar allí, un instante de gracia, cuando el yo retrocede, aunque acompaña, a la aprendiz. El régimen monocromo de las costumbres se fisura, y hay juego, hay sacro, un ritmo pulsional que arrebata convirtiéndose en sentido. Se es única, se es previa a toda diferencia que marca la entrada de las formas, de lo otro, de la infinita secuencia con que la vida se expresa. La aprendiz vuelve al cuerpo, de ella, la madre o la materia. Felicidad tan extrema e incontable. El yo, atrás, la acompaña. Y de inmediato regimenta, con lo que tiene a mano: el acumulado saber propio y ajeno; las citas, las lógicas de la novela familiar y comunitaria, las prohibiciones, los proyectos, las finas herramientas de un oficio adquirido a costa de la vida. El historiador asalta lo que puede, lo desconocido que le perturba, la vergüenza de lo que no abarca, el horror de lo irrepresentable, y trabaja, trabaja, con las facetadas figuras geométricas que le otorga la colmena. Jaula y resplandor se atan, constituyen objetos de conciencia, por ejemplo, poemas. El historiador y aprendiz, duelistas, compañeros, se deben, como la especie y el sujeto, entre sí. La aprendiz desea hechicería impresentable: -una cuna se mece, un latir de melodía interminable resonando en los rostros del vacío; actuar único y simultáneo-. El historiador desea, repetición de lo conocido, y en las fronteras audaces de su posibilidad, acceso metafísico.

El drama empieza y produce elementos para dramas sucesivos. Se constituye la obra. Un universo ficcional apoyado en teleologías varias. Una construcción semántica que incluye la imagen pública, a veces sinceramente creída por el sujeto que la sustenta, con lapsus maravillosos que la desmienten, en la operatoria de la vida o de la propia obra.

Hay una hija que se muere de amor. De deseo por fundirse en la madre, y de deseo también, por ser dueña de sí. ¿Cuándo, una hija, deja de serio, en la peculiar formulación de nuestra cultura? Cuando llega a ser madre. Mujer a secas, persona adulta con elecciones múltiples y diferentes, no es una categoría perceptible con claridad en las sociedades que conozco.

Así, la Mistral, producto de un tiempo todavía nuestro, se construye como madre universal, hija de] dolor, de Dios, en su faz pública y también, en parte de su escritura. Atravesar a la maestra pacata, a esa madre asexuada que brinda la escuela y el monumento literario, es tarea que requiere paciencia de la pasión, cuando se ha encendido por el encuentro de la otra, connotada en ciertos temas, denotada por la violencia rítmica e imaginista de la hija, la amazona americana que escribe su cuerpo desplazándolo de los límites, canonizados, muertos hacia un hueco que quiebra la lengua castellana en múltiples colonias rebeldes. Esa voz, timón y tempestad de su cuerpo, adquiere la acción de una trituradora tensada por la necesidad, el deseo; o el balbucear sin sentido que repara; o la persecución de una madre poderosa y esquiva, que se devela por momentos casi en una igual, en otra que seduce y deja, librada a las fuerzas propias, la gracia y misterio de vivir. A Orfeo y Eurídice, paradigmático dupla de amantes se compara Mistral, cuando en "La Fuga", poema que abre Tala, persigue el rastro de su madre muerta: "pero siempre hay otro monte redondo / que circundar, para pagar el paso / al monte de tu gozo y de mi gozo ".

Este cuerpo intentando volverse voz, nombrarse, darse cuenta de sí, en pugna con el orden que lo regimenta, me ha enamorado. Quizás, a su pesar. A pesar de la treta compleja y monumental que le permite, al yo, mantenerse presentable al consenso, birlarle algo del poder que detenta.

A la maestrita que logra consulados, premios, espacio público y hasta el festejo de su centenario, cuando veo guiñándome el ojo, su diente afilado, me suscita una carcajada cómplice. Cuando el guiño o el drama no aparece, cuando madre e hija no se superponen desplazándose por intersticios capaces de demoler una estructura de silencio y de muerte, cuando la maniatada madre universal, didáctica -meramente reproductora-, ocupa en exceso la escena y fagocita a la otra, no hay alianza, como lectora permanezco indiferente.

La Gabriela Mistral que me ha enamorado es madre y es amante, que se dice, se escucha, nombra el mundo de las formas que nos separa, "porque mi cuerpo es uno, el que me diste/ y tú eres un agua de mil ojos". La Mistral, pura ofrenda en la pradera del sueño. Allí, la extraordinaria hechicera ordena: "sube al monte /y me cortas las flores blancas /como nieves, duras y tiernas". Sube, ha dicho, porque "yo nunca dejo la pradera". La aprendiz no pregunta por qué no la deja. ¿No puede, o no quiere la hechicera? Demanda la gloria del mundo mediante el actuar de su aprendiz. Sólo puede cumplir con su destino, disolverse, si la otra ocupa su lugar, a través del pavoroso insight de la muerte -Muerte que "ya nunca más se moriría " dice el romance, no en vano este poema forma parte de la secuencia Historias de loca. En esta sección de Tala, Gabriela Mistral, que borra el nombre de su padre y se da nacimiento como poeta de un rito completo: "Soy vieja; /amé los héroes /y nunca vi su cara, dice "La Cabalgata"-, otorga aliento épico al lirismo más puro. "La aventura, quise llamarla, mi aventura con la poesía ", anota a pie de página, ¿ingenua o resguardándose, de tal violencia amorosa, la Mistral? Hablo del poema "La Flor del Aire".

Los matices de la pasión estallan en este sueño de versos eneasílabos, homenajean al cantar de los cantares, a fray Luis, a Juana Inés, al ardor de los místicos y a la belleza violenta del paisaje americano. Cubriéndola frenética de las flores que en cada ascenso recogía y buscaba. Pero nada basta. En el exceso del goce, "loca de oro", la hechicera exige, aquellas de color del sueño, las que "no estaban en las ramas". Exige, la pasión inútil, el encontrar sin buscar; el hallar, para nada. Exige a la aprendiz ser la reina, mientras ella, sonámbula, se disuelve y deja la pradera. "Te has cedido al paisaje cardenoso", advierte en "La Fuga". Mistral se escinde, hija y madre -lo que no es femenino, o niño, es estatua o estética-, y se integra en el drama de la imposible unión. Ahora, ella y su lectora van juntas, con rostro propio, mientras la reina, "delante va sin cara".

En Una palabra cómplice. Encuentro con Gabriela Mistral. Raquel Olea y Soledad Fariña, editoras. Santiago, 1990. Corporación de Desarrollo de la Mujer La Morada, Editorial Cuarto Propio, Isis Internacional.