ENUNCIACIÓN Y MISTICISMO EN LAS CARTAS DE AMOR DE GABRIELA MISTRAL*

                                                                                                          Leonidas Morales T.
Universidad de Chile

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     Las cartas de amor de Gabriela Mistral que se conocen y podemos leer hoy, fueron reunidas y editadas por Sergio Fernández Larraín, y publicadas en 1978 con el título de Cartas de amor de Gabriela Mistral [1]. Son cuarenta y tres en total, todas firmadas por el emisor con su propio nombre: “Lucila”. El destinatario de las cinco primeras, escritas entre 1905 y 1906, cuando Gabriela se iniciaba en la enseñanza como ayudante en una escuela básica del pueblo de La Compañía, cerca de La Serena, es Alfredo Videla Pineda, un hacendado del Norte Chico, con fama de seductor, de más de cuarenta años de edad, mientras la “enamorada” corresponsal todavía no cumplía los dieciséis años al empezar a escribirlas. Las treinta y ocho restantes, dirigidas al poeta Manuel Magallanes Moure desde Los Andes, Punta Arenas y Temuco, ciudades a las que había sido sucesivamente destinada como profesora de liceo, están escritas entre 1914 y 1921, es decir, entre los veinticinco y los  treinta y dos años de edad.

     Tengo razones metodológicas para, en adelante, darle como único referente a mi argumentación crítica las treinta y ocho cartas enviadas al poeta Magallanes. Éstas exhiben una doble condición que las legitima como corpus textual independiente. Por una parte, y a diferencia de las cinco anteriores (asociadas a un amor adolescente, más ensoñado que vivido), ellas son expresión en cambio de un amor adulto, objeto de una determinada conciencia que se representa su índole, su figura, sus límites interiores. Y por otra, contienen en todos sus términos, de manera autosuficiente, el problema que me interesa discutir aquí. Más aún: desde estas cartas puede verse incluso el modo en que se manifiestan larvariamente en las otras cartas tales o cuales aspectos del problema, pero no

al revés. El editor de las cartas cita declaraciones de la propia Gabriela Mistral, a la luz de las cuales las treinta y ocho enviadas a Magallanes no serían sino una parte muy menor dentro de un conjunto de cartas enviadas al mismo destinatario que sumaría “centenares”[2].

     Curiosas cartas son éstas. Su lectura nos sumerge en un mundo de sentimientos tan escasamente previsibles, tan tortuosos a ratos, investidos a menudo con los rasgos inconfundibles del “síntoma”, que parecen invitar descaradamente a una pesquisa desde los códigos críticos del psicoanálisis. Al mismo tiempo despliegan un orden de pensamiento, en torno a distintos tópicos (amor y experiencia religiosa, el mar y la montaña y su valoración contrapuesta desde la subjetividad, el sentimiento de sí como ser biográfico, conciencia de las diferencias de estilo entre su escritura en prosa y en verso, etc.), siempre marcado por su rigor formal (de vocación barroca) y con frecuencia por la felicidad de su expresión verbal. Sin embargo, ni ese mundo de sentimientos ni este orden de pensamientos son el punto de partida de mi reflexión, aun cuando, en el curso de ésta, ni uno ni otro podrán dejar de ser tocados e involucrados. En realidad, la reflexión tiene como objeto inicial el modo en que el emisor de estas cartas, Gabriela Mistral, asume ciertas variantes constitutivas de toda enunciación, pero que en la enunciación epistolar adquieren una especial intensidad, para, desde ahí, examinar determinadas complicidades que se establecen entre ese modo de asunción y algunos órdenes de pensamiento configurados en el interior del discurso.

     ¿A qué variantes del proceso de enunciación me refiero, y a qué modo de asumirlas? Debo precisar antes los aspectos aquí pertinentes del concepto de enunciación. En palabras de Benveniste, la enunciación es el “acto individual de utilización”, o de “apropiación”, de la lengua. O también: el acto por el cual un locutor pone en funcionamiento la lengua produciendo un “discurso” para un interlocutor[3]. Este acto, por el solo hecho de realizarse, introduce y deja a la vista una “situación de enunciación”, es decir, todo un tejido de variantes (modales, temporales, espaciales, pragmáticas, etc.) que presiden la emisión del discurso en cada una de sus fases y a las que éste se articula, o remite, en su desarrollo. La situación de enunciación, por la manera distinta, y característica, con que se presenta en el discurso epistolar, se vuelve precisamente decisiva para la definición de éste como género. Patrizia Violi llama la atención sobre este hecho, pero agregando el interés no menor que tiene, en el mismo sentido (para la definición del género), la “situación de recepción”. Dice: es inherente a la carta  “exhibir las marcas de la propia situación de enunciación y, a la vez, de la propia situación de recepción. La inscripción dentro del texto de la estructura comunicativa es una especie de “marco”, un frame de enunciación que, independientemente de las diferencias de contenido, constituye la marca específica, e imborrable, del género”[4]. En otros términos: quien escribe una carta, “inscribe” en su texto, con mayor o menor insistencia en los detalles, las circunstancias diversas (a las que me he referido llamándolas variantes) desde las cuales escribe, o bajo las cuales ha recibido y leído una carta anterior de su corresponsal. Y puede asimismo no sólo imaginar las circunstancias en que la carta que envía será a su vez recepcionada y leída, sino también comunicarlas.

     Ahora bien, dentro del complejo de variantes (circunstancias) que intervienen en los procesos de enunciación, hay dos, el tiempo y el espacio, fundamentales en toda enunciación epistolar, pero que en las cartas de amor adquieren una vivacidad y un protagonismo singulares. Por eso mismo resulta sorprendente comprobar cómo en las cartas de amor de Gabriela Mistral el cumplimiento esperado de la expectativa de este protagonismo es el objeto de una reiterada trasgresión bajo la forma de una omisión o de un escamoteo.

     Quiero en primer lugar identificar una zona específica de la enunciación epistolar que aparece implicada. Una donde la transgresión adquiere características de visibilidad máxima. En efecto, quien lee estas cartas de Gabriela a Magallanes Moure no demora en percatarse de determinadas omisiones, llamativas porque no son comunes en las cartas privadas, y mucho menos en las de amor, todas localizadas en una zona prevista por la codificación del género para anclar formalmente la escritura epistolar como un todo en un espacio y en un tiempo. Hablo de esa zona donde se inscriben los datos, normales en cualquier carta, pero imprescindibles en la de amor, que dan cuenta del lugar preciso (designado normalmente por su nombre: un topónimo) desde el que se escribe al amado y del momento temporal exacto (día, mes, año) en que la escritura se desarrolla y toma cuerpo. Pues bien, el examen de esta zona demuestra que las cartas de Gabriela incurren en “descuidos” aparentemente incomprensibles. De las treinta y ocho cartas, catorce no contienen dato alguno (ni lugar, ni día, ni mes, ni año), veintitrés no registran el lugar de la escritura y diez silencian el año. Ninguna de estas treinta y ocho cartas satisface pues las expectativas del lector en este sentido, por una u otra omisión. Omisiones que por lo demás le significaron a su editor inevitables tareas de muy compleja resolución. El propio Sergio Fernández las confiesa: “Como la correspondencia de Gabriela Mistral no está fechada y las más de sus cartas ni siquiera mencionan el sitio de origen, las hemos ordenado, tras fatigosa labor, procurando ubicarlas en el tiempo y en el espacio, dentro de la órbita que la naturaleza de los acontecimientos aconsejan” [5].

     Los datos que indican el lugar y el momento de la escritura epistolar, y que encabezan o cierran

convencionalmente toda carta, funcionan en la práctica como otros tantos deícticos que hay que sumar a los ya descritos por Benveniste dentro de lo que él ha llamado “el aparato formal de la enunciación” [6]. Los elementos constitutivos de este aparato son todos aquellos signos verbales que le permiten a un yo (a un locutor), junto con enunciar la lengua para un tú (para un interlocutor) bajo la forma de un discurso, registrar a la vez, como se ha dicho, el acto mismo de la enunciación, es decir, dar cuenta de la “situación de enunciación” (las circunstancias que presiden y marcan el proceso de la emisión del discurso en cada una de sus fases). La articulación, o remisión, del discurso al tiempo y al espacio de su enunciación tiene signos diversos de expresión, pero hay clases de signos previstos por la lengua para tal propósito. Benveniste incluye entre los marcadores espacio-temporales de la enunciación a los pronombres demostrativos y a los adverbios, unas clases de signos caracterizados precisamente por tener un significado (una referencia) que cambia con cada nuevo acto de enunciación: el referente de “éste”, de “aquí”, de “hoy”, nunca es el mismo [7]. En la comunicación epistolar, las palabras del encabezado, o del cierre, que refieren el lugar y el tiempo de la escritura, cumplen, desde el punto de vista de la enunciación, una función perfectamente asimilable, o comparable, a la de los adverbios de lugar y de tiempo como localizadores: desde “aquí” (desde este lugar, cuyo nombre anoto) y “hoy” justamente (este día, este mes, este año que aquí consigno), te escribo. Es pues esta función localizadora del discurso epistolar la que queda sin cumplir, o cumplida de una manera imperfecta, fuertemente deficitaria, con las omisiones ya denunciadas en las cartas de amor de Gabriela Mistral.

     Si desde el exterior (desde un margen) uno desplaza la mirada hacia el interior del texto de estas cartas, siempre siguiendo la dirección de la enunciación, una evidencia se impone de inmediato: son cartas cuya enunciación se abre generosamente a la actividad constante y generalizada de una variante de carácter emotivo: el estado de ánimo del emisor mientras escribe, su reacción emocional al leer una carta  recibida, la reacción imaginada en el receptor al leer otra ya enviada o cuando lea la que en ese momento escribe. Por ejemplo, en una carta  le dice a Magallanes que el día en que le escribe es uno de los días “malos” que ella suele tener y en los que se siente “miserable”. En otra oportunidad le pregunta por su reacción ante una carta enviada: “¿Encontraste fría o seca esa carta?” O le cuenta su propia reacción sorprendida ante una carta recibida: “La extraño un poco: es tranquila, no tiene ansiedad” [8]. Se trata de una variante de gran difusión en las cartas privadas, y casi un tópico en las de amor. Tal vez por eso mismo su proliferación en las cartas de Gabriela Mistral resulte menos significativa, por ser portadora de una suerte de “neutralidad” de sentido, que el escamoteo, en una línea de concordancia con las omisiones antes señaladas, de que son objeto en estas cartas el tiempo y el espacio, dos variantes de la enunciación, como luego intentaré demostrar, esenciales desde el punto de vista de una auténtica carta de amor.

     En efecto, llama aquí la atención la debilidad de la articulación del discurso amoroso a un tiempo y a un espacio concretos, particulares, y su sintomático escamoteo mediante ademanes que, cuando son introducidos, los privan de su plenitud “material”, de su inmediatez vivencial, y de alguna manera los “esencializan” o los convierten en un mero dato, escueto, puramente referencial. Por ejemplo, le dice a Magallanes: “Me gusta mucho escribirte en la noche, pero ahora me duelen los ojos de leer o escribir a esta hora”. El lector sabe pues que el tiempo de la escritura es el de la noche y que la que escribe tiene los ojos ya adoloridos, pero ¿qué noche es ésa? ¿Es una noche poblada de estrellas, regida por un silencio benéfico? ¿O una noche tal vez fría, anubarrada? La enamorada, y además poeta, no dice nada. Sólo dice: te escribo en “la noche”. Así, el tiempo de la escritura se vuelve una abstracción. Lo mismo pasa si se trata del espacio: “Perdóname por esta carta a máquina; es que en mi pieza desordenada no he hallado ahora ni una mala pluma”. De nuevo: ¿qué espacio es el figurado por esa “pieza desordenada” donde ella escribe? ¿De qué pieza se trata, de qué desorden? Una “pieza desordenada”, sin despliegue de su modalidad específica, como pieza y como desorden, no es más que, otra vez, una abstracción. Cuando el tiempo y el espacio alcanzan la figuración del detalle, es también un detalle abstracto, el del calendario y su organización horaria: “Me levanté a las 3 PM”, “Hoy 29 me llega otra carta tuya”, o el de una localización dentro de un mapa urbano: “Manuel, le escribo al irme a la Estación, para Temuco” [9].

     Ahora bien, ¿qué significado tienen todas estas transgresiones a la expectativa del protagonismo del tiempo y del espacio como variantes privilegiadas de la enunciación en una carta de amor?  De una manera más precisa: ¿qué sentido es atribuible, en las cartas de amor de Gabriela Mistral, a las omisiones a la convención de registrar formalmente, en el encabezamiento o en el cierre de la carta, lugar y fecha de la escritura, y al escamoteo, en el interior del texto, de la materialidad viva del tiempo y el espacio, reduciéndolos a una abstracción, ya sea mediante su esencialización o mediante su conversión en meros datos de una referencia? La respuesta y su verdadero horizonte pasan por la puesta en juego, en el análisis, de un aspecto del concepto de enunciación mantenido hasta aquí sin formular de un modo explícito. Se ha puesto énfasis en el modo de la articulación del discurso a las dos variantes de la enunciación elegidas, el tiempo y el espacio. Pero no se ha dicho que el modo de esa articulación depende, en última instancia, del locutor. Hay que volver a Benveniste en este punto, central para mi argumentación. El dice: “el acto individual de apropiación de la lengua”, la enunciación, “introduce al que habla en su habla”, en su discurso. Pero lo decisivo es la función del locutor dentro de este acto individual: “la relación entre el locutor y la lengua determina los caracteres lingüísticos de la enunciación”[10], es decir, en nuestro caso, el modo de darse la articulación del discurso al tiempo y al espacio.

     El locutor es, por lo pronto, el yo. Pero a menudo caemos en la tentación de reducir el yo o a una instancia puramente formal o a una volátil masa de sentimientos. Olvidamos, entre otras cosas, que el yo que el acto individual de enunciación introduce en su discurso, es un sujeto, y que dentro de los factores que entran a definir la identidad del sujeto hay uno siempre fundamental: el cuerpo. Y son justamente el tiempo y el espacio las coordenadas principales de la localización del cuerpo en el mapa del discurso. Por lo demás es rápidamente comprensible que el cuerpo y su figuración desde el tiempo y el espacio de la enunciación, tengan en la carta de amor una posición privilegiada. Toda carta de amor es un sutil juego de seducción, que incluye la elaboración estratégica de una imagen de sí y de una imagen del otro, destinadas ambas (en el diseño de la estrategia, que es la estrategia del deseo y que no tiene por qué ser consciente) a converger, a coincidir en un punto necesario (situado en un tiempo y un espacio que siempre parecen inminentes) de fusión y glorificación. El juego de esta seducción es esencialmente un juego de seducción de imágenes de cuerpo, de cuerpos “deseantes” (tomándole el término a Deleuze y Guattari en el Anti Edipo) desde su materialidad, desde su imagen “construida” para un diálogo gozoso. De ahí esa insistencia puntillosa de la carta de amor en la localización del cuerpo del que escribe, en situarlo espacialmente en un determinado lugar (por ejemplo, en el pueblo donde habita, en el segundo piso de una casa de madera, sentado a la mesa de su cuarto, cerca de la ventana entreabierta, desde donde es visible un amplio fragmento de la cordillera nevada), y temporalmente en la singuladidad de un momento (por ejemplo, un  jueves del mes de abril, en una tarde despejada, con la luz del día ya sin crispación, atenuada, que suaviza y serena la superficie de las cosas, de los cuerpos). Esas referencias espacio-temporales concretan la imagen escrita e inscrita del cuerpo, la definen dentro de la enunciación. Como si el que escribe le enviase a quien ama una fotografía de sí, desde luego la mejor, o como si la escritura de la carta fuese un espejo en cuya luna el destinatario, al leerla, pudiera reconstruir la imagen del cuerpo que enuncia y gozarse en su contemplación.

     La respuesta a la pregunta por el sentido de las transgresiones a la expectativa del protagonismo del tiempo y del espacio en las cartas de amor de Gabriela Mistral, va quedando así finalmente a la vista: las omisiones al registro convencional de lugar y fecha al comienzo o al final de una carta, y la tendencia a escamotear la materialidad viva del tiempo y del espacio, o a reducirlos a puros datos de referencia, no pueden significar sino una negación de imagen de cuerpo. Esta negación sustrae la imagen del cuerpo a la lógica amorosa del intercambio epistolar, la lógica de un juego de seducción, que prevee su inscripción en el texto de la carta, para que esa inscripción, a la manera de un “negativo” (en sentido fotográfico), sea “revelada” por los ojos ansiosos de un lector enamorado. Y no por cálculo, no por una táctica de factura barroca que así buscara intensificar de alguna manera la seducción. No. En estas cartas de amor, la negación de imagen de cuerpo responde, como veremos, a un sentimiento vergonzante del propio cuerpo. Un sentimiento que problematiza el lugar del cuerpo en el diálogo de la relación de amor, e induce al mismo tiempo las estrategias discursivas orientadas a “legitimar” su exclusión en ese diálogo. La exclusión, en último término, cancela (prohibiéndola) la función primaria de todo cuerpo, la sexualidad, o mejor,  la sexualidad como construcción cultural, es decir, el erotismo.

                                                                      
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     De algunos razonamientos de Gabriela Mistral en torno al tema del cuerpo sexuado, integrados temáticamente al contenido de los enunciados de sus cartas de amor, surgen, una y otra vez, indicios de sentido cómplices con la tesis antes sustentada como explicación del significado de las transgresiones a las expectativas del protagonismo del tiempo y del espacio en cuanto variantes de la enunciación, es decir, a sus omisiones y escamoteos. Como si los notorios déficits de fijación de imagen de cuerpo observados en el plano de la enunciación, se repitieran desde el otro lado, desde el contenido de los enunciados, bajo la forma de reflexiones y argumentaciones explícitas, dentro de la dialéctica específica a que se somete el despliegue del discurso amoroso de Gabriela, sobre el significado del cuerpo, cuyo sentido es por completo concordante con el de aquellos déficits. Enunciación y enunciado resultarían pues aquí en una relación especular, de vasos comunicantes, o planos de sentido convergentes en un determinado punto.

     No son escasos los pasajes en que Gabriela Mistral elabora una imagen de sí como cuerpo, presidida por aquel sentimiento vergonzante de que hablé. Comienza afirmando que tiene una convicción “horrible”: la de que nadie la quiso nunca y de que se irá de la vida “sin que alguien me quiera ni por un día”[11]. Extraña afirmación en una carta de amor. ¿Se pretende despertar en el otro la piedad? ¿Construir por esta vía un amor misericordioso? Sería una lectura a todas luces equivocada: chocaría con las reiteradas afirmaciones de Gabriela (corroboradas por vías diversas) acerca de su independencia interior, de su carácter fuerte, de la conciencia extrema de su dignidad. Más bien se trata, creo, de un complejo sentimiento, sin duda de orígenes biográficos (aunque sus términos exactos siempre han quedado velados, por pacatería de la crítica o por investigaciones insuficientes), que se manifiesta en una actitud permanente, irritante para el lector de las cartas (como también, es presumible, para el destinatario original, el amado), de descalificación de sí misma como cuerpo: “Tú no serás capaz de querer a una mujer fea”, le dice a Magallanes[12]. Pero no estamos frente a un sentimiento negativo de sí como cuerpo que se detenga en o se limite a sólo aspectos físicos exteriores (que quienes la conocieron dan testimonio por lo demás de su exageración o de su carencia de fundamento). Es un sentimiento, por el contrario, que compromete, en su raíz, a la legitimidad de la sexualidad misma. En una carta sin más datos de localización que el día en que fue escrita, un domingo, le dice a Magallanes: “Verdad es, Manuel, que tengo de la unión física de los seres imágenes brutales en la mente que me la hacen aborrecible”. Y luego agrega: “A través de tu habla apasionada y magnífica, todas las zonas del amor me parecen fragantes e iluminadas. Tu esfuerzo es capaz, creo, de matarme las imágenes innobles que me hacen el amor sensual cosa canalla y salvaje”[13].

     Las palabras que le atribuyen a Magallanes el poder de borrar en ella “las imágenes innobles” del “amor sensual”, no pasarán de ser sino expresiones de alabanza del otro, y no señales ciertas de un cambio real en el sentimiento de sí como cuerpo devaluado. El cuerpo y su sexualidad seguirán siendo negados en la relación amorosa, sustraídos, puestos en un margen de prescindibilidad, sometidos a represión, la misma que ya se anunciaba, en el terreno de la enunciación, a través de las omisiones y escamoteos del tiempo y el espacio. Como consecuencia, el discurso amoroso pierde la claridad de su norte y se precipita en una lógica laberíntica dominada por la ambigüedad. Y es que el sujeto del discurso no puede, en tales condiciones, sino hablar desde una subjetividad inestable, movediza, donde las afirmaciones se transmutan en negaciones cada vez que el cuerpo sexuado entra en el horizonte, el del deseo del otro, el amado, o en el de la represión del sujeto del discurso. Pero surgen instantes en que pareciera anunciarse un fin, o por lo menos una tregua, a la represión del cuerpo sexuado. En efecto, las cartas comienzan de pronto a barajar la posibilidad de un próximo encuentro de los enamorados, en Santiago, y eso pone a Gabriela en tensión gozosa, en una expectativa al parecer de felicidad. Pero en cuanto repara en que la expectativa incluye al cuerpo, a su sexualidad, reacciona de inmediato, toma distancia y esgrime los argumentos ya conocidos, esos que ponen como excusa su “fealdad”: “En este momento, Manuel, no quiero ir a Stgo, no quiero obligarte a ser falso, besándome con repugnancia, ni quiero padecer eso que no he padecido: estar muriéndome de amor frente a un hombre que no puede acariciarme”[14].

     No existen razones para dudar del amor de Gabriela Mistral a Manuel Magallanes. Hay incluso momentos  que  lo evidenciarían  de un modo  patético, casi neurótico. Por  ejemplo,  después de un

silencio de Magallanes, prolongado por un tiempo que a ella le parecía el del olvido, recibe de él, por correo, un paquete con una revista. Al abrirlo, intensamente nerviosa, cae sobre su falda una carta. Y confiesa: “las manos se me sacudían como las de un epiléptico. No podía ni tener el papel ni leer, porque los ojos no veían ...”[15]. Pero es un amor que excluye el cuerpo sexuado, que no puede citarlo (a menos que sea para ponerlo en entredicho, para cubrirlo de sombras, de sospechas, de anatemas), ni tampoco, desde luego, entregarse a sus pasiones. Entonces, ¿qué amor es ése? ¿A qué universo pertenece ese problemático deseo del otro, esa felicidad de la comunión con el otro cuya expectativa invade y marca a tantas de sus cartas, pero de la que margina, sin embargo, al cuerpo y a su sexualidad? A un universo, está claro, “desmaterializado”: “descorporizado”, “descarnado”. ¿Pero cuál sería ese universo?

     Un gesto que lo anticipa, se halla en algunos comentarios de Gabriela sobre su relación con el mundo cotidiano de las cosas y los seres. Se trata de una relación marcada por el desasimiento. Una relación de la cual está ausente el ánimo de posesión como forma de ejercicio de poder. Le dice a Magallanes: “Soy la mujer en que el sentido de la posesión, así de los objetos como de las vidas, no existe. Es una de las cosas que me ha dado esta desolación espiritual. Nunca, nunca, sentir mío nada, ni siquiera una planta ...”[16]. Esta renuncia a la “posesión” de objetos y vidas dentro del mundo  cotidiano, prefigura otra renuncia, una que va a determinar justamente la naturaleza del universo al que pertenece la clase de amor de Gabriela: la renuncia al cuerpo y al deseo sexual del otro. Ambas renuncias no sólo se dejan ordenar alrededor de un mismo eje de significado: ambas, además, se sitúan, desde lo dicho en los enunciados, en una misma dirección de complicidad de sentido con la negación de imagen de cuerpo, su sustracción y represión, que parecía ser el significado, en el nivel de la enunciación, de las transgresiones a la expectativa del protagonismo del tiempo y del espacio. Pero hay que poner atención aquí, por su centralidad, al problema de la renuncia al cuerpo sexuado. Seguramente por ser el cuerpo sexuado y sus pulsiones un componente fundamental de toda relación de amor humano, imposible de ignorar, con el cual se cuenta, Gabriela Mistral siente que no puede justificar la renuncia a él con argumentos puramente personales, que necesita apoyarse en una instancia de “autoridad” que de algún modo legitime la renuncia. Y entonces recurre al modelo del amor místico. Es pues en el orden de este universo, el del amor místico, donde Gabriela intenta insertar el suyo.

      Hay dos cartas especialmente pertinentes desde este punto de vista. Una de ellas, sin indicación del lugar donde fue escrita y sin más detalle de fecha que el día y el mes, “26 de enero”, pero conjeturada de 1915 por el editor, Sergio Fernández[17], se acomoda, entera, a una estrategia discursiva de dos pasos o movimientos, orientada a la sustracción sutil del cuerpo, a su omisión, y a la identificación final entre el amor y un misticismo mediado por la fe. Primer paso: comienza con una operación (inesperada desde luego para el lector, sorprendente incluso) destinada, justamente, a neutralizar el cuerpo de Magallanes como cuerpo sexuado, a sacarlo del centro de atención. Le dice: “Siempre lo vi como Ud. se me presenta: con un alma no viril (por virilidad entienden casi todos la rudeza)”. Asocia el término “viril” con otro que lo negativiza, “rudeza”. Pero hay aquí un término excluido, un tercero en discordia y silenciado por “rudeza”: el de  “sexualidad”. Después de haberlo “desvirilizado”, le agrega que él, para ella, es “un zumo azul de azucenas expremidas”, una definición (cursimente poética) que corona la operación de inscribir el cuerpo del otro, ya inmaterializado, en una zona que no puede tener, para el lector, sino connotaciones asociadas con lo alto, lo puro, lo aéreo, lo celestial. La operación contempla la propia desvalorización del sujeto emisor, para desde ahí, desde un abajo, ascender a esa altura de levedad, por falta de peso corporal (y sexual), donde ha puesto a su amado Magallanes, en un gesto que evoca la poética del “amor cortés” de los trovadores provenzales, pero invirtiéndola, porque el lugar de la dama lo ocupa el caballero, y el del caballero, la dama. Le confiesa: “¡El caso mío es tan diverso! Yo nací mala, dura de carácter, egoísta enormemente y la vida exacerbó esos vicios y me hizo diez veces dura y cruel”. En seguida se refiere a su voluntad de ascenso: “Pero siempre, siempre, hubo en mí un clamor por la fe y por la perfección, siempre me miré con disgusto y pedí volverme mejor”[18]. Segundo paso:  desexualidada (“desvirilizada”) y reducida la figura del amado a casi pura espiritualidad, el discurso de Gabriela Mistral está ya en condiciones de promover la identificación, por semejanza, entre la experiencia del amor y la de la fe. La fe, dice ahora, abre “ventanas” impensadas “hacia lo desconocido” poniendo al sujeto en un estado interior similar a esa “felicidad”, que “puede llegar al éxtasis”, como efecto de la relación de “simpatía” (de acuerdo, de unión) con el todo a que nos abre el amor: “este estado de fe a que le he aludido se parece mucho a ese estado de arrobo” en que nos pone el amor. Y como en los místicos, que conocen muy bien la dialéctica del subir y caer, desde el “estado de arrobo” alcanzado, también ella se precipita: “¡caigo tan alto como subí!”, concluye[19].

     La segunda carta, de fecha 25 de febrero de 1915, pero también sin indicación del lugar donde fue escrita, vuelve a poner el cuerpo como centro de la discordia, como término de una relación de amor marcado negativamente, y a insertar su problemática dentro de un cuadro de relaciones (alto-bajo, puro-impuro) que es el mismo de la primera carta, aunque aquí se da tal vez más radicalizado.

El lugar que en la primera carta ocupaba Magallanes (alto, puro), lo comparte ahora con Cristo. Esta convivencia queda ya sugerida en el nivel de la estructura de la enunciación. En su carta, Gabriela narra una conversación figurada con la imagen de un Cristo que ella tiene en su cuarto, pero en la medida en que su narración es también, y al mismo tiempo, prácticamente el contenido único de toda la carta, es inevitable para el lector concluir que el interlocutor interno y enmarcado, Cristo, y el externo, Magallanes, necesariamente se superponen, entran en una relación especular, reforzando y duplicando de esta manera el paralelo entre ambos, su identificación, promovido por la reflexión de Gabriela. En su conversación, vuelve a quedar el cuerpo sexuado fuera del juego. Le dice a Cristo: "Tú sabes que el dolor me ha dejado puesta la carne un poco muda al grito sensual, que no place a un hombre tener cerca un cuerpo sereno en que la fiebre no prenda”. Pero, argumenta, “para quererlo con llama de espíritu no necesito ni su cuerpo que puede ser de todas, ni sus palabras cálidas que ha dicho a todas”. Esta “mudez”, o silencio, del cuerpo ante el llamado erótico, es, precisamente, el camino de la ascesis por el que transita el amor a Cristo, un amor místico (“llama de espíritu”). Por eso le pide su auxilio: “Yo querría, Señor, que Tú me ayudaras a afirmarme en este concepto del amor que nada pide; que saca su sustento de sí mismo, aunque sea devorándose”[20].

     Ahora bien, la experiencia mística del alma enamorada, por ejemplo la de un San Juan de la Cruz, se da bajo la forma sensible de un movimiento de “ascenso” del alma, cauteloso, expectante, que la lleva hacia Dios, hacia el “arrobo” de la unión final, siempre momentánea, fugaz. Este movimiento tiene como condición de posibilidad un proceso de dirección inversa, y trabajoso, igualmente incierto, nunca definitivo: el despojamiento, la desmaterialización, la anulación del cuerpo y sus privilegios, condición para dejar el alma (la amante) al final sola y libre tras su deseo: la fusión (la unitio). Pero en este caso, cabría decir, los términos de la experiencia responden por completo, en su escenificación, a la dialéctica del amor místico, que inscribe el despliegue de sus “relaciones de fuerza” en un eje vertical (el de las identificaciones metafóricas) de ascensos y caídas, de fusiones y precipitaciones. Gabriela Mistral, en sus cartas, apela a este modelo de amor para dar cuenta del suyo, pero el suyo, y he ahí una gran diferencia, se desarrolla en otro escenario, ajeno a aquel del cual el modelo es solidario, en su origen y en sus peripecias. Uno donde los términos de la experiencia no se inscriben en el eje vertical del misticismo, sino en el eje horizontal (el de las contigüidades metonímicas) de los sucesos biográficos e históricos de los que es protagonista un sujeto habitante del mundo cotidiano. La utilización del modelo místico para aplicarlo a un campo que le es extraño, tiene consecuencias poderosas y previsibles: introduce el reinado de la ambigüedad y la contradicción como constantes de la relación amorosa, originadas ambas en la expectativa del cuerpo sexuado que el amor humano instala en su horizonte, y la negación o sustracción de ese cuerpo (por represión) que la intromisión del modelo místico vendría a legitimar. Por esta vía, las cartas de Gabriela Mistral terminan configurando un amor humano condenado a vivir, a sostenerse, bajo la forma de un exilio de sí mismo: un amor que no puede “ser dos”, según la fórmula de Luce Irigaray[21], porque la negación del cuerpo sexuado lo deja sin el otro, fuera del otro.

     Así quedaría configurada internamente, a nivel de los enunciados, la estructura de un tipo de amor humano concebido (ambivalente y contradictorio), en una continuidad de sentido cómplice con la negación de imagen de cuerpo advertida en el plano de la enunciación del discurso epistolar y postulada como significado de las transgresiones a la expectativa del protagonismo del tiempo y el espacio.

En Revista Hispamerica nº 92 año XXV / 2002.
University of Meriland.

             


Notas

* El texto que sigue forma parte de un proyecto de investigación sobre la carta de amor en Chile, patrocinado y financiado por FONDECYT (proyecto N° 1000827).

[1] Introducción, recopilación, iconografía y notas de Sergio Fernández Larraín. Santiago, Editorial Andrés Bello, 1978.

[2] “Introducción”, op. cit., p. 43.

[3] Émile Benveniste, “El aparato formal de la enunciación”. En Problemas de lingüística general II. México, Siglo XXI Editores, 1978 (2ª ed.), pp. 83 y 84.

[4] Patrizia Violi, “La intimidad de la ausencia: formas de la estructura epistolar”. En Revista de Occidente. Madrid. N° 68, enero de 1987, p. 90.

[5] “Introducción”, op. cit., p. 43.

[6] Émile Benveniste, “El aparato formal de la enunciación”. En Problemas de lingüística general II. México, Siglo XXI Editores, 1981 (4ª ed.), pp. 82-91.

[7] É. Benveniste, op. cit., p. 85.

[8] G. Mistral, Cartas de amor, pp. 106, 137, 163.

[9] G. Mistral, op. cit., pp. 115, 125, 133, 163, 187.

[10] É. Benveniste, op. cit., pp. 83, 85.

[11] G. Mistral, op. cit., p. 111.

[12] G. Mistral, op. cit., p. 133.

[13] G. Mistral, op. cit., p. 144.

[14] G. Mistrar, op. cit., p. 137.

[15] G. Mistral, op. cit., p. 143.

[16] G. Mistral, op. cit., p. 165.

[17] G. Mistral, op. cit., p. 203.

[18] Todas las citas anteriores, G. Mistral, op. cit., p. 103.

[19] G. Mistral, op. cit., p. 104.

[20] Las citas de esta segunda carta, G. Mistral, op. cit., pp. 109 y 110.

[21] Me refiero el libro de Luce Irigaray, Ser dos. Traducción de Patricia Wilson. Buenos Aires, Editorial Paidos, 1998.