Summa mistraliana

Grínor Rojo
Universidad de Chile

Explicando la versión lacaniana de la sexualidad femenina, Jacqueline Rose concluye que “La sexualidad normal es estrictamente una exigencia [an ordering. El subrayado es suyo], frente a la cual la histérica rehusa (se enferma)”1. Es decir que la histérica (y lo mismo vale para el histérico. Es sabido que Freud se negó, en la época de sus colaboraciones con Breuer, a considerar que la histeria era una enfermedad exclusivamente femenina) es esa a la que le ordenan ser mujer, que acepta la orden que le dan, pero que a consecuencia de ello se enferma. Quien le da la orden es El Padre, El Significante Trascendental, El Falo Supremo o, puesto de otro modo también lacaniano, es el Orden Simbólico. “Lo que Freud quiso decir”, agrega Rose, “es que la diferencia sexual tiene un precio y que él consiste en la subordinación a una ley que excede cualquier división natural o biológica. El concepto del falo representa esa subordinación, y también la manera en que las mujeres se encuentran muy precisamente implicadas en este proceso”2. Una lectura de la poesía mistraliana a partir de la premisa que establece Rose en la cita precedente es hasta cierto punto la que nosotros hemos intentado producir en un manuscrito que se encuentra ya próximo a su publicación3. Digo “hasta cierto punto”, porque el marco teórico tendió a privilegiar ahí una mezcla de la perspectiva freudiana, que pone el acento en el complejo de Edipo, con la perspectiva lacaniana, que pone el acento en el tema de la castración. Por cierto, el tema de la castración está ya en Freud y lo que Lacan hizo fue radicalizar su influencia, radicalizando, al mismo tiempo, las implicaciones del complejo de Edipo. Este es el camino que escoge mi trabajo en la presente oportunidad.

En primer lugar, me parece que no cabe duda de que Mistral asume la Orden del Padre (la “exigencia”, en el fraseo lacaniano de Rose) con más denuedo que la mayoría de las mujeres escritoras de América Latina. En este sentido, su actitud ideológica es de libre y amplia circulación, admirada y celebrada por las buenas conciencias durante decenios y podría compararse con la de la uruguaya Juana de Ibarbourou o la de la cubana Dulce María Loynaz. Su “femenilismo” (en la acepción que Eliana Ortega le da a esta palabra, como la ideología de la “femineidad”4), su conyugalismo, su maternalismo y su familiarismo lo demuestran tal vez mejor que otros aspectos no menos considerables de su producción y todos los cuales nos estarían ofreciendo testimonios fehacientes acerca de los “simulacros”, como dice Luce Irigaray5, o de las “mascaradas”, como había dicho mucho antes que ella Joan Riviere6, que son característicos de la asunción de una sensibilidad falocéntrica por parte de la mujer histérica. Palabras éstas de Irigaray y Riviere que no debieran confundirnos, sin embargo. Vale respecto de ellas la paradoja de Borges. Cuando toda realidad es ficción, sólo de la ficción se puede predicar que es realidad.

Porque no es que las mascaradas pretendidamente “inauténticas”, femenilistas, conyugalistas, etc., encubran en la poesía de Mistral a una cierta realidad “auténtica”, antifemenilista, anticonyugalista, etc. No hay tal realidad auténtica ni en su poesía ni en ninguna otra parte, y así resulta que no es menos ficción el encubrimiento que aquello que él encubre. El problema consiste más bien en el hecho de que no todas las ficciones mistralianas son de la misma naturaleza, y que tampoco son exclusivamente las que privilegió el trabajo crítico contemporáneo a su carrera poética. Ese trabajo, que les otorgó al femenilismo, al conyugalismo, al maternalismo y al familiarismo de Gabriela lugares de honor dentro del sistema de sus propias preferencias estético/éticas, es significativo, pero lo es a contrario modo, porque la posición que adopta con respecto a cada uno de tales constructos es ciega, en el peor de los casos, y bizca, en el mejor. Los pocos críticos tradicionales que se atrevieron a mirar hacia el “otro lado” de la obra poética de Mistral, lo que vieron lo vieron sólo a medias y para condenarlo como si se tratara de una repugnante aberración. El ejemplo por excelencia es el de Raúl Silva Castro, quien en 1935 acusa a Gabriela de que “Escribe con rudeza masculina y, más aún, [que] se muestra en la descripción de sus amores animada de un carácter de hombre”7.

En segundo lugar, me parece que tampoco puede caber duda de que Mistral rehusa (con su “enfermedad”, esto es, con su histeria, su neurosis, su poesía) la Orden del Padre y que lo hace, también aquí, con más denuedo que la mayoría de las mujeres escritoras de América Latina. De este costado, su actitud ideológica es menos susceptible a la alabanza que del otro por cierto, y sus compañeras de ruta son Agustini, Storni y algunas de sus sucesoras actuales, como Pizarnik, Peri Rossi, etc. Ahora bien, si la investigación reciente –nosotros mismos en el libro que mencionamos más arriba– se ha interesado por este segundo nivel de su obra, ello no es porque en nuestras conciencias haya relampagueado de pronto y como por arte de magia la luz del entendimiento crítico, sino porque la coyuntura disciplinaria se ha movido en los últimos quince o veinte años de una manera tal que ahora nos permite ser menos ciegos o menos bizcos que nuestros predecesores (me guardo la discusión de las causas de este suceso: el nuevo feminismo es una de ellas sin ninguna duda).

No sólo eso, sino que también me parece posible a estas alturas ensayar criterios de valoración diferentes a los que se emplearon en el pasado, hipotetizando que si la poesía de Gabriela fuese sólo la consecuencia de una aceptación satisfecha de la Orden del Padre, como creyeron o quisieron creer los críticos de la vieja escuela, ella no valdría lo que vale o, lo que es aún más probable, ni siquiera existiría. Negar el argumento contrario a éste tampoco se me hace difícil: si la poesía mistraliana fuese sólo la consecuencia de un rechazo simple de dicha Orden o, en otras palabras, si fuese la consecuencia de un rechazo no problemático, en la medida en que él no supone una coexistencia y una lucha palmo a palmo de parte de la sujeto que rechaza con/contra una parte de su propia persona, esa poesía sería también una mala poesía8. Si en el primer caso lo que se hace es adoptar una interpretación que convierte la escritura de Gabriela Mistral en una textualidad panfletaria ortodoxa, en el segundo caemos en una interpretación que transforma a esa misma escritura en una textualidad panfletaria heterodoxa. Como en otras circunstancias semejantes, los extremos del tradicionalismo ciego o bizco y los del feminismo ingenuo o vulgar se topan. Pero Mistral no es ni una cosa ni la otra. No es ni una sujeto que acepta totalmente aquello que le ordenan y que se convierte de este modo en una mujer y en una poeta cuya sexualidad y cuyo lenguaje se constituyen a sí mismos en completo acuerdo con la Orden del Padre, creciendo y prosperando bajo su fuerte mano en la sombra (cfr.: “Meciendo” y “Me tuviste”9), ni tampoco es una sujeto que rechaza todo eso enteramente, habiendo adquirido su propia fuerza a través de la energía que le da el rechazo mismo, por medio de su “rebanarse”, como ella hubiese dicho y como lo dijo en efecto pero en un momento de inmensa congoja, de las huestes de “Jerusalem” (cfr.: “Nocturno de la consumación”).

Esto significa que, para que la poesía mistraliana exista, deben existir la Orden del Padre, su aceptación y su negación. Más aún: la poesía mistraliana llega a ser tal a partir de un acto que se realiza y se puede realizar únicamente maniobrando en este campo de fuerzas tripartito y el que, si nosotros lo leemos dinámicamente, comprobaremos que se halla compuesto por un estado de cosas existente, por un proceso de integración de un individuo del sexo femenino en ese estado de cosas, lo que debiera ser origen de su constitución como sujeto, como sujeto genérico [gendered, investido con un género] y como artista de una cierta laya, y por un proceso de desasosiego, crisis y extricación (real o no) vis-à-vis el movimiento integrativo previo, lo que involucra de parte del individuo de marras un no querer ser ni el sujeto ni el artista que el Orden y la Orden le proponen y que es lo que él ha aceptado o tratado de aceptar durante el primer impulso de su despliegue vital. En esto consiste el planteo Lacan/Rose, que según dijimos al comienzo de estas notas intenta explicar la (in)constitución de la sexualidad de la mujer histérica o la (in)constitución de la sujeto-mujer-histérica a partir de la (in)constitución de su sexualidad, y mi experiencia me demuestra que la sabiduría que lo anima se puede verificar también en el funcionamiento de los poemas mistralianos, convirtiendo el modelo psicoanalítico de la conducta de la mujer histérica en un modelo de conocimiento poético.

Poéticamente, el estado de cosas que preexiste al poema es el lenguaje. Lacan lo dice y lo repite: la Ley del Padre es la Ley del Lenguaje10. El proceso de integración en lo existente es entonces el del inicio de la producción del poema de acuerdo con la Ley del Lenguaje10. Estamos aquí en un terreno saussureano evidentemente, terreno éste en el que el uso lingüístico es concebido como una práctica social, como una participación de la hablante en ese sistema de intercambio demótico que es la langue de su tribu. Es lógico pensar que en este punto el poema mistraliano se abre, que se tiene que abrir, con un gesto sumiso y repetitivo. El segundo proceso es el del desasosiego, la crisis y la extricación con respecto a la lengua comunitaria y que se produce simultánea o posteriormente a la producción del primer poema. Es claro que este segundo proceso es en primera instancia extrasaussureano, proveyendo al texto “con el instrumento de un discurso en el cual la personalidad se libera y se crea, sale al encuentro del otro y se hace reconocer por él”, como explica Emile Benveniste11, y a la larga ajeno incluso a las elaboraciones de una lingüística del habla, puesto que su discurso es (o es además) tributario de un lenguaje que proviene de un sitio distinto a aquél en que tiene su origen el lenguaje común (se trata en definitiva de un lenguaje “otro”, del “lenguaje del inconsciente”). Todo ello acarrea una metamorfosis del texto y el reemplazo del poema del comienzo, el que como hemos visto se hallaba predispuesto para una aceptación de la Orden del Padre, por un poema nuevo, que sale al mundo en un momento de gran trastorno emotivo y que es (tal vez por eso: vaya uno a saber) del más alto valor.

¿Cuál es el Lenguaje que preexiste al advenimiento del poema mistraliano? Responder exhaustivamente a esta pregunta a nosotros nos obligaría a dar cuenta de todos los modos discursivos ejemplares que Gabriela Mistral encontró disponibles a lo largo de su desempeño escriturario, lo que es excesivo. Pero, cualesquiera que ellos sean en concreto, y pueden ser muchos, tales modos discursivos presentarán siempre un costado conceptual, “ideológico” (sensu lato: ideología como una representación abstracta del mundo), y un costado no conceptual, “estético” (origen de “placer” y “displacer”, según el criterio kantiano12). El primero puede ser consciente o inconsciente. El segundo mimético o no mimético. De esta manera se constituye un cuadro de cuatro variables generales, y que es un cuadro que conviene que nosotros tengamos en cuenta en los desarrollos que intentaremos a continuación: conciencia mimética, conciencia no mimética, inconsciencia mimética e inconsciencia no mimética.

Ideológicamente, sabemos que la joven Gabriela pasa desde un radicalismo anticlerical algo ingenuo, el de sus quince o dieciséis años, que le costó el anatema del obispo de La Serena y su no admisión en la Escuela Normal de Preceptores de esa misma ciudad, a su descubrimiento del mensaje teosófico y en general de las doctrinas esotéricas, sobre todo en los años de Antofagasta y Los Andes, de 1911 a 1917, y a un catolicismo que primero convive con el esoterismo y que se manifiesta después mucho más excluyente, pero sólo por un corto período, el que sigue a su primera estancia en México entre 1926 y 1929. El radicalismo anticlerical va codo a codo con sus atrevimientos sociales y políticos durante la primera etapa de este ciclo y suministra el contenido de algunas de las prosas que ella entregó para La Voz de Elqui de La Serena, El Coquimbo de Coquimbo y El Tamaya y El Constitucional de Ovalle13. El panteísmo y el animismo teosóficos o simplemente esotéricos proporcionan por otra parte su riqueza a la vena espiritualista y sobrenadan en/entre algunos de esos mismos textos periodísticos o semiperiodísticos, así como en otros de Desolación. Finalmente, el catolicismo se da la mano con el femenilismo, con el conyugalismo, con el maternalismo y con el familiarismo a la vez que ofrece noticia sobre una percepción positiva del status quo social y político. De suma importancia, a propósito de este proceso de (in)constitución del sujeto Mistral, es a mi juicio la magnitud amorosa, cuya forma queda definida para siempre en los textos que integran la sección “Dolor” de Desolación. “Los sonetos de la Muerte” son el mejor ejemplo de esto.

Estéticamente, el contenido ideológico se combina en la joven Mistral con un romanticismo algo tardío, aunque variado y todavía poderoso –el emocionalismo de las grandes pasiones, el del melodrama, el del folletín, el de la necrofilia y el del elogio de la locura–, el modernismo en su corriente menos dionisíaca (la de Nervo, con un apoyo complementario de Tagore14), el postmodernismo de ciertos poetas chilenos de aquel momento, todos ellos de musa mucho más asordinada que la de Gabriela (Magallanes, Guzmán, Prado, Mondaca), el realismo social y, podría anotarse, creo, también dentro de este mismo orden de cosas, como una variable estética específica, la discursividad de procedencia bíblica.

Combinaciones normales son, en primer lugar, la casi prehistórica del radicalismo anticlerical con una retórica romántica de combate (“Saetas ígneas” es un buen ejemplo: “La Revolución es la tempestad de los pueblos [...] La cuestión social como la cuestión religiosa terminará en todas las naciones como allí [como en la naciente Unión Soviética]”15), que por supuesto que le debe bastante menos a Marx y a Lenin que a los folletines socializantes decimonónicos (¿habrá leído Gabriela a Eugenio Sue?) y a la prosa de batalla del plumífero colombiano José María Vargas Vila. También, la del esoterismo con el modernismo y sobre todo con el postmodernismo de tono menor y proclividad espiritualista (la admiración de Mistral por el budista Nervo y por el espiritualista Prado es grande). En tercer lugar, el catolicismo, directamente o en sus prolongaciones femenilistas, conyugalistas, maternalistas y familiaristas, se apoya con frecuencia en el romanticismo sentimental, en el folletinesco y en el melodramático, en el realismo social, con algún socorro de la novelística rusa de fines del siglo pasado, y en la retórica bíblica. Esta última es comprobable en “Ruth”, que se pronuncia a favor de la unión conyugal y se inspira en el Antiguo Testamento, y en los “Poemas de las madres”, que con gesto mariano alaban la maternidad, designándola “santa” y extrayendo su sustancia del Nuevo16.

Pero nada de lo anterior es ni muy unívoco ni muy firme. Los poemas mistralianos de esta época y sobre todo los mejores de ellos, son siempre el reducto de grandes tensiones. El modo discursivo ejemplar hegemónico es en tales poemas saboteado sin cesar. Al Lenguaje aceptado del Padre se le contrapone, casi invariablemente, el “otro lenguaje”. Aun en aquellos textos que se presentan como defensores de la más rigurosa ortodoxia, que acaban imponiéndola y en los que por consiguiente los críticos tradicionales no tuvieron problemas para confirmar sus prejuicios (los críticos tradicionales leyendo de acuerdo con el sistema de su propia discursividad, el de la discursividad que autorizaba y recomendaba su tiempo), un lector sin anteojeras puede descubrir, si es que así lo decide, el frisson iconoclasta. Recién hablé de los “Poemas de las madres” de la primera Desolación, de los que Mistral afirma que fueron escritos “con intención casi religiosa” porque “la santidad de la vida comienza en la maternidad”17. Poemas pues voluntarísticamente marianos, pero que, cuando uno menos lo espera (en la sección doce del primero, por ejemplo), no tienen inconveniente en dar una vuelta de tuerca y en volver la mirada hacia la imagen pagana de La Tierra, la que se le aparece a Mistral con “la actitud de una mujer con un hijo en los brazos”. Y agrega Gabriela, aflojando ahora todas las riendas de su animismo teosófico: “Voy conociendo el sentido maternal de las cosas. La montaña que me mira, también es madre, y por las tardes la neblina juega como un niño por sus hombros y sus rodillas”18. Algo parecido es lo que ocurre en el más insospechable de todos los lugares, en las canciones de cuna, piedra de toque de la ideología maternalista de la poeta, como es bien sabido, pero que si se las lee con cuidado resultan menos marianas de lo que la gente buena suele creer. A la inversa, debe advertirse que estas canciones de cuna son dignas del mayor elogio desde un punto de vista artístico o, lo que viene a ser lo mismo, desde un punto de vista que prescinda de los servicios de la estética/ética convencional.

No sólo no son las canciones de cuna mistralianas el dócil receptáculo de unos discursos conscientes y miméticos, en los que se magnifica estereotípicamente la función materno-patriarcal a través de la figura de la madona, poniendo de relieve el componente de su abnegación, esto es, el de la negación que ella hace de sí misma en beneficio del hijo (ello en el noventa o más por ciento de los casos, pues rara vez se trata de la hija), según las interpretó la vieja crítica, sino que, favorecidas por la ambigüedad de la estructura (la madre le habla en la canción de cuna al niño y también se habla a sí misma), se convierten a menudo en los receptáculos de discursos inconscientes y no miméticos de carácter subversivo o, mejor dicho, en un continente textual dentro de cuya engañosa ingenuidad conviven enfrentándose un discurso consentidor y otro rebelde. El motivo de la madre-leche, en batalla con el motivo de la madre-sangre, en, por ejemplo, “Canción de la sangre”, suministra una buena prueba de lo que aquí dejo expuesto.

Mencionamos más arriba “Los sonetos de la muerte”. La lectura que hasta hace algunos años se hacía de esta obra paradigmática –pues a nuestro juicio se trata de un solo poema y del poema germinal mistraliano, materia esta en la que la vieja crítica no se equivocó–, combinaba una cierta perspectiva del amor, la del amor eterno y listo para cualquier sacrificio, con la imposibilidad del amor. La poeta, víctima del hado funesto o adicta a un ascetismo cristiano de la más refinada pureza, es lo que se decía (cada una de estas lecturas involucra la activación de una retórica particular: romántico-sentimental la primera y bíblica la segunda), no completaba su amor en este mundo. Sólo en el próximo, y por el levantamiento allí de la condena trágica o por la índole incorpórea o descorporizada de los seres que pueblan aquel sitio, el amor devendría posible. La clave de esta interpretación clásica (o que hace de “Los sonetos...” un texto clásico, es decir, un texto que los profesores de literatura enseñan en clase, según decía Alone sarcásticamente) consiste en ignorar un detalle que se encuentra explícito en los últimos versos del poema. En esos versos, el lector percibe con claridad la figura de “una mujer que deseó y que celebra la muerte de su amado”, según observó Jorge Guzmán en 198519. Cuando este detalle se toma en serio, la lectura canónica de “Los sonetos de la Muerte” se desploma en mil pedazos. La hablante de “Los sonetos...” se ha quedado sin realizar su amor en esta tierra no por causa de su destino trágico, tampoco por causa de una espiritualidad que no tolera la carne y el sexo, sino porque ella así lo ha querido. En la explicación del por qué lo ha querido, mi lectura difiere de la de Guzmán sin embargo. Pienso yo que la mujer de este poema mata al hombre de este poema no por sus celos “violentos” y “acendrados”20, celos que sin duda ella tiene pero que no son el factor que determina su conducta después de todo (“¡porque a ese hondor recóndito la mano de ninguna/ bajará a disputarme tu puñado de huesos! ...”, alardean los versos trece y catorce del soneto uno), sino porque ése es el único arbitrio del que puede echar mano para apropiarse de un sujeto sexual y poético que no es el que el principio de realidad le aconseja, pero que por otro lado es el único con el que puede “imaginar” y “decir” el poema.

El drama de “Los sonetos...” deviene al fin y al cabo el mismo de siempre: el del rechazo de la Orden del Padre (rechazo del amor del amante, en este caso), solo que ahora por la vía de su supresión, esto es, de la liquidación de aquel individuo que por su endowment biológico emite o está en condiciones de emitir la Orden Patriarcal, y todo ello con el fin de generar las condiciones que habilitan la emergencia del “segundo lenguaje”. También existe, para el nefando crimen de Gabriela en “Los sonetos...”, un antecedente retórico egregio, que procede sobre todo de Poe: “La muerte de una mujer hermosa es, incuestionablemente, el tópico más poético del mundo”, sentenció Poe en “The Philosophy of Composition”21. Lo primero que Mistral hace en “Los sonetos de la Muerte” (y no sólo en “Los sonetos de la Muerte”. Este poema confiere su forma paradigmática a una tentación homicida que venía en ella desde muy atrás, que se reitera en la mayoría de los poemas de “Dolor” y que se prolongará casi sin variaciones en múltiples textos posteriores) es cambiarle su signo genérico a ese dictum famoso. De paso, con la necrofilia al estilo Poe (y al de los preRafaelitas ingleses. Recuérdense “Beata Beatrix”, el retrato que Dante Gabriel Rosetti le hizo a su mujer suicida o la imagen de “Ofelia” como un bellísimo cadáver flotante en el cuadro de John Everett Millais) colabora en “Los sonetos...” el folletín romántico de la virtud perseguida y el juicio público con vistas a su reivindicación.

Puede darse una fecha de término a esta primera época de Gabriela Mistral: 1929. Ese año, cuando la poeta está viviendo en Bedarrives, en el Sur de Francia, le avisan que su madre ha muerto en el lejano Valle de Elqui. Ese acontecimiento pondrá fin a su trajín escriturario temprano y dará comienzo a su producción de madurez. Pero si la muerte de doña Petronila Alcayaga Rojas es un acontecimiento grave de suyo, lo es mucho más porque él precipita en la conciencia de Gabriela una “crisis religiosa” y, en general, de su voluntad de creer. El lugar donde cristaliza esa crisis son los poemas de la sección “Muerte de mi madre” en Tala. Parece claro que la propia Gabriela evaluó lúcidamente la importancia de estos poemas, dándoles el mismo sentido que nosotros estamos re-cobrando para ellos ahora, pues los puso, aun en la primera edición del libro, en el comienzo. Sintió pues que en esos poemas había una frontera. El drama de muerte y renacimiento religioso que en ellos se libra acentúa este rasgo.

En la época intermedia, un componente mayor que se incorpora al menú ideológico mistraliano es el nacionalismo. Nada inauditamente, por cierto. Por razones que cualquier especialista en los asuntos de América Latina puede explicar y en las que nosotros no tenemos tiempo para detenernos ahora, éste es un dato favorito de nuestra cultura hemisférica desde, digamos, la Gran Depresión hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial. Hablamos de un nacionalismo que es, también y casi por obligación, un populismo22. Tiene, además, este nacionalismo de los años treinta y cuarenta una expresión regional y otra doméstica. En su expresión regional es un latinoamericanismo. En la doméstica, un chilenismo. El Canto General de Neruda combina ambas aguas. La llamada “generación” de escritores chilenos de 1938 es su voz militante.

Por cierto, las convicciones juveniles de Gabriela Mistral se mantienen durante la nueva época: el progresismo social y político, el esoterismo, el catolicismo, y cada uno de estos ríos mayores con sus afluentes respectivos. Ni siquiera desaparece por completo el radicalismo adolescente, radicalismo que experimenta una suerte de tránsito (y, por consiguiente, una suerte de continuidad) en el populismo, el que como ya se ha dicho es el compañero casi obligado de la propensión nacionalista. Tampoco desaparece la difícil convivencia del catolicismo con el esoterismo, v.gr. : la convivencia de la matrícula de Gabriela como “hermana terciaria” en la Orden de San Francisco con su frecuentación de los libros de Annie Besant o con su interés por el proyecto Krishnamurti, si bien el inclín esóterico se hace menos desafiante y ostensible de lo que fuera en el pasado (aunque más profundo, como ocurre en “Paraíso” y en “El fantasma”). Por último, la “cuestión femenina” se va definiendo sin tanto apego a la Ley patriarcal (cfr.: “Todas íbamos a ser reinas”), aunque tampoco pueda hablarse de un abandono absoluto del femenilismo temprano.

Es importante, además, no perder de vista el fenómeno de las “contaminaciones” inusuales. Por ejemplo, la del catolicismo con el populismo, que es visionaria y anticipa en la conciencia de Gabriela la postura de la Iglesia tercermundista de varios decenios después. O la del nacionalismo, su amor por lo chileno, con un rechazo cada vez más consciente de la Ley del Padre, su desamor por lo chileno. El “Poema de Chile”, cuya redacción ella pone en marcha probablemente hacia 1938, es el mejor testimonio de esta que menos que una contradicción es una zozobra. O la contaminación bien poco gazmoña entre el catolicismo, el esoterismo y el delirio extático, como ocurre en algunos poemas de “Alucinación” y en otros de “Historias de loca”. O, finalmente, entre los ejemplos menos iconoclastas, pienso que convendría parar mientes en el cruce entre el nacionalismo y el “amor por la naturaleza”. En la primera época, el trato mistraliano con el mundo natural, minerales, plantas y animales, obedece a patrones retóricos de inspiración romántica, principalmente a la “falacia patética”, que antes de Desolación y en Desolación puede ser utópica o contrautópica: utópica en el “Himno al árbol” y en “La encina” y contrautópica en los tres poemas patagónicos, en “El espino” y en “Otoño”. Aun cuando en la nueva época esta misma falacia sigue activa, ahora la naturaleza es, con una deliberación que en sus peores momentos se torna un poco altisonante, la “naturaleza americana” o la “naturaleza chilena”, retomándose hasta cierto punto la prédica de Bello en su silva a “La agricultura de la zona tórrida”. Poemas centrales en cuanto a esto son los “Dos himnos”, “Sol del trópico” y “Cordillera”.

En resumen: el nacionalismo (en sus dos caras: la regional y la doméstica) tiende durante la segunda época mistraliana a ser consciente y a adoptar para su expresión una retórica de índole mimética. No hay que exagerar, sin embargo, y el “Poema de Chile”, que se empieza a escribir como hemos dicho alrededor de 1938, estará atravesado desde el principio por una tremenda ambigüedad. Parece un poema nacionalista, es un poema nacionalista, si lo consideramos nada más que en el plano de su discurso mimético, pero lo que oculta bajo ese discurso es una dimensión que no sólo difiere sino que se opone a la primera. El discurso inconsciente y no mimético dice en el “Poema de Chile” lo contrario de lo que dice el discurso consciente y mimético. Mistral no lo termina nunca y no hay que romperse la cabeza averiguando el por qué. Menos que un poema sobre Chile, el “Poema de Chile” acaba, si favorecemos esta segunda lectura, siendo una especie de bitácora de la trayectoria existencial de la poeta durante los últimos años de su vida, bitácora de las peripecias de su ser interior, como un sujeto precario, lacerada, dividida, rota y doliente, pero también resentida y rencorosa. En el “Poema de Chile” no está Chile. Está la naturaleza chilena, es cierto. Pero las creaciones del hombre, los hombres mismos, con la excepción del algunos campesinos fantasmagóricos, brillan ahí por sus ausencia. De nuevo, nos estamos enfrentando con el espectáculo de la aceptación por parte de Gabriela Mistral de un sujeto y de un lenguaje (la aceptación de su pertenencia “en principio” a la “comunidad imaginaria”23 que es Chile o, dicho de otro modo, la aceptación de su inscripción de algún modo en la tribu del Patriarca Chileno) mientras que simultáneamente ella rechaza a ese sujeto (a ese “simulacro”, a esa “mascarada”, como hubiesen dicho Irigaray y Riviere) tanto como al lenguaje que lo representa.

Desde el punto de vista estético, un elemento clave que se incorpora en el portafolio mistraliano durante esta segunda época es la experiencia vanguardista. No he escrito el vanguardismo de Gabriela Mistral sino sólo la “experiencia” mistraliana de la vanguardia a propósito, puesto que en la escritora chilena se trata de un fenómeno demorado y que no coincide con ninguna de las sectas o “movimientos” canónicos. Mistral tarda en su registro de los poetas de esta tendencia y, cuando finalmente lo hace, las soluciones que encuentra para aliarse con ellos son muy peculiares. Jaime Concha ha dicho que, como la de Vallejo, la de Mistral es una “vanguardia endógena, casi indígena, habría que decir, en el sentido de ser autóctona” y lo más probable es que tenga razón24.

Como quiera que sea, el énfasis metafórico en la escritura mistraliana de fines de los veinte y de los treinta (los años en que Tala se escribió) va a ser puesto casi invariablemente al servicio del retorno del reprimido. Es, por decirlo así, la sublimación de la histeria a través de una mascarada de segundo grado. Con ella, Mistral verbaliza de una manera no mimética la materia de sus discursos inconscientes. Por muchos años, los críticos vilipendieron Tala en beneficio de Desolación, alegando que, al contrario del libro anterior, Tala era un libro abstruso y poco menos que ilegible. Julio Saavedra Molina llegó a decir que en Tala había “dos tinieblas” y que ellas eran “el simbolismo teosófico en cuanto al fondo, y el simbolismo ultramodernista [tradúzcase vanguardista], con metáforas y muletillas despampanantes, en cuanto a la forma”. A lo que añadía: “Quizá en esto haya tenido que ver la guerra. Quizá también la oscuridad. ¿Qué puede decir un lector reflexivo, un crítico, de lo que no entiende?”25.

Adriana Valdés sí entiende, y mucho. En un artículo que apareció por primera vez en 1990 y que Valdés reproduce en un libro publicado hace menos de un año, ella hace la siguiente declaración de intenciones: “Me gustaría leer con detención Tala [...] no como el establecimiento de una identidad poética determinada, sino como el campo de batalla de varias; como el titubeo; como la oscilación de la identidad”26. Es evidente que este proyecto de Valdés remece los cimientos del edificio crítico disponible hasta ahora. No hay que buscar a una Mistral, sino a muchas. No hay que buscar a un sujeto constituido de una vez y para siempre, sino a una secuela de tentativas por constituirlo, algunas más y otras menos duraderas, aunque ninguna de ellas lo haya sido del todo. El caso es que Tala es un libro en el que, inclusive en aquellos asuntos donde no se supone que debería hacerlo, v. gr. : en los textos de intención social o en los de un maternalismo más o menos flagrante, la complicación metafórica favorece un filtraje del contenido remoto. Tómese, por ejemplo, “La fuga”, un poema que nosotros discutimos con algún detenimiento en “Dirán que está en la gloria...”. El material ideológico de este poema es de cuño maternalista, pero su forma es onírica y ella está sujeta por lo tanto a las distorsiones que son propias de ese tipo de escritura, que el mismo Freud definió con suficiente precisión y que a menudo se asocian con los métodos del surrealismo. Gracias a ella, o por su intermedio, lo que se pone de relieve en él es la relación profunda, ajena al maternalismo consciente, de la poeta con su madre. Contra todas las perogrulladas sentimentales, el vínculo madre-hija es en “La fuga” un vínculo amoroso, pero sobremanera difícil, cargado con una conflictividad que es la de una sujeto-hija para la cual la sujeto-madre constituye un modelo acatado y negado a la vez.

La segunda época de Mistral se cierra en 1943, cuando Juan Miguel Godoy, Yin Yin, su hijo adoptivo, se suicida. “... se puede pensar en una Gabriela de ANTES y otra de DESPUéS de tan triste hecho”, le comentó Palma Guillén en una carta de 1975 a Luis Vargas Saavedra27. Y es cierto. Si el sujeto Mistral fue un sujeto precario siempre, después de la muerte de Yin su precariedad se hace más grande todavía. Hay un motivo, que Gabriela comparte con la otra gran escritora chilena de este siglo, con María Luisa Bombal (Mistral, Bombal), y que sintetiza su endeblez psíquica de este período. Me refiero al motivo de la niebla, del caminar en la niebla, entre la niebla, rodeada por la niebla. No quiero abusar aquí de la información biográfica, pero las anécdotas que conciernen a su estado de espíritu durante esos años proliferan y por lo común atribuyen su desorientación a una arterioesclerosis precoz, como lo hacen quienes nos cuentan acerca de sus gaffes diplomáticas de 1954, cuando el gobierno de Carlos Ibáñez la invitó a que viniese a Chile y la hizo víctima de lo que Jaime Concha ha llamado una “infame tournée28. Entonces, Gabriela hizo y dijo de todo: se salió del libreto, se le cayeron los papeles de las manos mientras profería sus discursos oficiales, improvisó y habló de una reforma agraria que sólo estaba en la inescrutable realidad de su deseo. En su tercera época, es como si la poeta no estuviera ya en este mundo (mi propio argumento es que el mundo que ella habita es el del “Poema de Chile” y que aun ahí lo hace en calidad de fantasma). El sujeto Mistral, construido en la adolescencia con las dificultades que nosotros hemos visto más arriba y mantenido durante el transcurso de su primera edad adulta con algo más de entereza, se desintegra, o casi, durante los pasajes finales de su vida. Hay un poema, en la sección “Desvarío” de Lagar, que muestra esto de una manera escalofriante. Me refiero a “El reparto”, donde, poniéndose en la antesala de su muerte, la poeta procede a un descuartizamiento de su cuerpo y a una absorta distribución de las partes.

Gran poesía la de esta última época, sin embargo. No obstante algunas caídas olvidables, no cabe duda de que Lagar es un libro mayor en la biblioteca de la lírica latinoamericana de este siglo. Lagar II, pese a sus correcciones nunca decididas por completo, no le va en zaga. Contienen, por ejemplo, estos dos libros la magnífica serie de las “Locas mujeres”, que debiera publicarse independientemente de una vez por todas, e incluyéndose en esa publicación algunos textos inéditos o éditos todavía de mala manera. Dejando de lado por ahora los seis estupendos poemas que inauguran el conjunto, “La otra”, “La abandonada”, “La ansiosa”, “La bailarina”, “La desasida” y “La desvelada”, recordemos que la serie de las “Locas mujeres” consulta también un subgrupo acerca de “mujeres griegas”. De este subgrupo, figuran en Lagar II sólo “Antígona” y “Electra en la niebla”, ambos, a mi juicio, poemas esenciales. Pero Roque Esteban Scarpa publicó hace algunos años “Casandra”29, y Gastón von dem Bussche agregó en 1993 “Clitemnestra”. Von dem Bussche se ufanó además, entonces, de que él poseía el “gran ciclo” Mujeres Griegas “íntegro”30. ¿Cuántos y cuáles son los poemas que lo forman? ¿Cuándo los conoceremos todos? Misterio profundo.

“Electra en la niebla” es uno de los mejores poemas que Gabriela Mistral escribió y una inclusión insoslayable en cualquier antología que hoy se haga de su obra. La Electra que camina por los versos de “Electra en la niebla” es una mujer que se ha quedado sin su “Patria”, hermana de la Antígona del poema homónimo, en Lagar II, y de “La que camina”, en el primer Lagar. Es, además, una mujer cuyo cuerpo surca el territorio del destierro rasgando “la niebla”. Finalmente, la Electra mistraliana es una mujer que se enfrenta a las inclemencias de “la ruta” (otro término favorito de la última época) después del crimen de la madre, monologando a solas con un Orestes que está y no está junto a ella y que ha sido, como el de la tragedia de Esquilo, el autor material del matricidio. Electra es Orestes y Orestes es Electra: “Electra-Oreste, yo, tú, Oreste-Electra”, es lo que afirma a propósito de esto el verso veintiuno31, reproduciendo un intercambio y una (con)fusión de papeles genéricos cuyos intertextos más antiguos pudieran rastrearse en Esquilo y en Sófocles. Los versos catorce a dieciséis nos devuelven, por otra parte, a la dialéctica mistraliana de la leche y la sangre, dialéctica de la hija hecha de leche y que se torna, debido a la iconoclasia de sus actuaciones, en una hija hecha de sangre. Por sobre todo ello, el decorado brumoso es el símbolo constante en el que convergen los diversos matices que configuran el ambular desorientado de la poeta durante el crepúsculo de su vida, “caminando” como si fuese un fantasma, a menudo en la cercanía del mar (la oposición entre la energía del mar y la quietud de la tierra reaparece con frecuencia en los textos postreros), rodeada siempre por el velo de la confusión, necesitada a cada paso de “romper la niebla o que me rompa ella” (verso ciento diez), aunque también a sabiendas de la implausibilidad de su deseo.

Me he detenido en este breve comentario de “Electra en la niebla” por el valor intrínseco del poema, porque se trata de una obra maestra a mi juicio, y también porque él resume muchos de los motivos de la poesía mistraliana de la tercera y última hornada: la confusión, el exilio, el azar del camino, la revisión contrita del papel de la madre y, en términos generales, del de la femineidad. Este último asunto amerita ahora un desarrollo más amplio. Aun cuando la conflictividad genérica perdura en la obra de Gabriela vieja (nada más lejos de nuestra intención que declarar abolidos sus conflictos con el paso del tiempo), también es cierto que el lado femenilista sufre golpes severos, como en “El mar I”, “El mar II (primera versión)” y “Al mar”, de Lagar II, y que el lado antifemenilista, feminista en consecuencia, es objeto de una profundización sustantiva32. Cito sólo dos textos para confirmar esto último. El primero, “Raíces”, aparece tanto en el “Poema de Chile” como en Lagar II y es una compleja alegoría de lo femenino creador (uso esta vez la palabra “femenino” en su mejor acepción) reprimido y de su ascenso hacia el mundo visible, hacia la copa árbol, a través del acto de escritura. El segundo, “La gruta”, de Lagar II solamente, es también un poema alegórico y contiene una representación equívoca del mito del retorno a la matriz, que es allí un sitio donde, después “De tanto andar llegué” y de donde ahora “No quiero salir, no quiero irme”. La gruta, que es el dulce refugio de la mujer que camina, es al cabo también su tumba, el lúgubre espacio de su desaparición.

Otros poemas grandes de esta época, si consideramos juntos a Lagar y Lagar II, son los que dicen relación con el “segundo suicida”. Como anotamos más arriba, Juan Miguel Godoy se envenena en 1943, en el Brasil. Mistral, que no se recuperó de ese golpe y que tampoco logró encontrar en la Iglesia Católica los recursos espirituales que necesitaba para consolarse, vuelve, con más avidez que nunca, a la promesa de sus prácticas esotéricas. Las pruebas abundan y pueden encontrarse en mi libro y en otros. Pero lo que en definitiva interesa comprobar es que eso que Gabriela hace con el segundo suicida repite su conducta para con el suicida primero. Es, de nuevo, lo masculino ausente: padre, amante, hijo, lo mismo da. Es la desaparición de eso masculino y su recuperación posterior, por medio de un conjuro fantástico y durante el cual ella puede encender y apagar a su amaño la díscola luz del amado. Las “formas” de la invocación de Juan Miguel son múltiples, y un catastro de las mismas podría ser objeto de un trabajo específico. Como quiera que sea, la colaboración de las doctrinas herméticas, en especial la colaboración del espiritismo, me parece de la mayor importancia en el desempeño de estas actividades secretas o semisecretas de Gabriela. En realidad, muchos de los poemas de “Luto” no se entienden o no se entienden por entero si no se los pone en contacto con esta caja de resonancia intertextual.

Estéticamente, es significativa durante la última época una cierta (llamémosla así) tendencia a la objetividad. Por razones que no están del todo claras, pero que en parte tienen que ver con los desplazamientos de la poesía contemporánea, sobre todo la de lengua inglesa, y en parte también con el bajo nivel de la recepción crítica que se le infligiera a Mistral hasta entonces, con la insaciable banalización de su primera poesía, la retórica mistraliana desde Tala y más aún en Lagar y Lagar II busca revertir el verbalismo y el emocionalismo que son típicos de la época de Desolación. Produce así la escritora, junto con sus textos de inspiración vanguardista, de una figuratividad prominente, como más arriba tuvimos ocasión de comprobarlo, otros más directos y que a veces se expresan, como ella decía, “con garganta prestada”. Un ejemplo temprano es “La extranjera”, de Tala, que empieza: “Habla con dejo de sus mares bárbaros...”. El tipo de narración, en tercera persona, unido a la distancia insuperable entre el sujeto de la enunciación y la sujeto del enunciado, confieren a este poema una fuerza expresiva melancólica, que es indicio de una incomunicación absoluta y a la que agudiza aún más el sentimiento de lo irremediable. En Lagar, “Emigrada judía”, cuyo marco de referencia mimético es la persecución antisemita durante la segunda guerra mundial, repite el asunto y hasta cierto punto también la retórica de “La extranjera”: “Voy más lejos que el viento oeste/ y el petrel de tempestad./ Paro, interrogo, camino/ ¡y no duermo por caminar!”, leemos en la primera estrofa de “Emigrada judía”. De paso, yo creo que ambos poemas pudieran formar parte de la serie de las “Locas mujeres”. 

Mucho más es lo que podría decirse acerca de la última época mistraliana (y, en realidad, acerca de todas ellas), pero esta es una summa y no conviene desmedirse. Importa más la productividad crítica del modelo que hemos elegido para el desarrollo de esta exposición: el texto de la histérica, teorizado y operativizado a partir del planteo Lacan/Rose. Trátase, como hemos visto, de un texto equívoco y contradictorio. Equívoco porque contiene por lo menos dos discursos y contradictorio porque lo habitual es que esos discursos que lo habitan convivan en él en pie de guerra. El sujeto no constituido, o constituido a duras penas, tiene pues su contrapunto en un texto que adolece de similares características. Valdés tenía razón en 1990. No hay que buscar ni en Mistral ni en sus libros “una identidad poética determinada”. Ni siquiera, agrego yo ahora, hay que buscarla en sus poemas. Pero tampoco quiere decir eso que los poemas mistralianos sean masas informes de palabras. Por el contrario, los poemas mistralianos son totalidades a las cuales la poeta misma ha dotado con una cierta estructura, a menudo con enormes dificultades, pero eficaz y comprobable. Esto es algo que no hay que olvidar, a mi juicio.

Como tampoco hay que olvidar que si lo que esos poemas dicen fue leído por Mistral de una cierta manera, por sus primeros críticos fue leído de otra (casi siempre cercana a la de la propia Mistral) y por los críticos actuales está siendo leído de una tercera, que no es menos consecuente que cualquiera de las anteriores, aunque tenga, quizás como todas ellas, la fatua pretensión de ser más lúcida. En el fondo, estamos aquí enfrentados con el arduo problema del “cierre” textual. Si afirmamos que los poemas de Gabriela no son “masas informes de palabras”, como más arriba sostuvimos, es porque, aun admitiendo su fractura, entendemos que estos poemas acaban “cerrándose” en torno a un sentido homogéneo. Ella los cerró, sus primeros críticos también y ahora los cerramos nosotros. Ninguno de tales cierres fue o es definitivo, sin embargo. Cada uno de ellos existe como el producto de una tregua que puede ser más o menos breve, como el desenlace de una negociación entre lo que el poema es, su “fundamento”, como hubiese dicho Peirce, y los modos de discurso que cualquier lectura privilegia. Por razones que tienen que ver con la pobreza libidinal de nuestro tiempo, está claro que nosotros hemos preferido privilegiar en nuestro artículo la transgresividad por sobre la aquiescencia, pero no porque una sea verdadera y la otra falsa sino porque a nosotros nos hace más falta aquélla que ésta. No nos interesa hoy la Mistral buena y sumisa, sino la Mistral rebelde y difícil. No la que se aviene a una aceptación satisfecha de lo que el sistema le exige, con una poesía, un sexo y un sujeto asumidos por ella de una vez y para siempre, sino la “histérica”, la que se debatió y se sigue debatiendo entre las aguas de una contradicción cuya salida futura nosotros sentimos que viene en camino, pero no a la manera de un feliz reacomodo. Porque, ¿qué sería de nosotros si la transgresividad mistraliana hubiese sido también prevista por el Orden/la Orden del Padre?

La Reina, febrero de 1997

En Revista Nomadías Nº 3. Santiago. Universidad de Chile, Facultad de Filosofía y Humanidades, Programa de Género y Cultura en América Latina, Editorial Cuarto Propio. 1998

Notas:

1. Jacqueline Rose. “Introduction II” a Jacques Lacan and the école freudienne. Feminine Sexuality, eds. Juliet Mitchell y Jacqueline Rose, tr. Jacqueline Rose. New York y London, W.W. Norton & Company, Pantheon Books, 1982, p. 28.

2. Ibid.

3. Grínor Rojo. “Dirán que está en la gloria...” (Mistral). Santiago de Chile, Fondo de Cultura Económica, 1997.

4. “Hay que leer el discurso femenil de Mistral como una creación construida por un yo femenino, referido y afianzado desde la relación con la Otra original, la madre”. Eliana Ortega. “Amada amante: discuso femenil de Gabriela Mistral” en Una palabra cómplice. Encuentro con Gabriela Mistral, eds. Soledad Fariña y Raquel Olea. Santiago de Chile, Isis Internacional. Casa de la Mujer La Morada, 1990, p. 41.

5. Luce Irigaray. This Sex which is not One, tr. Catherine Porter con Carolyn Burke. Ithaca, New York, Cornell University Press, 1985, pp. 136-137.

6. Joan Riviere. “Womanliness as a masquerade” en Psychoanalysis and Female Sexuality, ed. Hendrik M. Ruitenbeek. New Haven, College and University Press, 1966, pp. 209-220 [la primera edición del ensayo de Riviere es de 1929].

7. Raúl Silva Castro. Estudios sobre Gabriela Mistral. Santiago de Chile, Zig-Zag, 1935, p. 16.

8. Típico en este sentido es un trabajo de Elizabeth Rosa Horan. “Matrilineage, Matrilanguage: Gabriela Mistral’s Intimate Audience of
Women” en Revista Canadiense de Estudios Hispánicos, 3 (1990), pp. 447-457. Entiendo que Horan ha publicado después un libro, que confieso no conocer: Gabriela Mistral: An Artist and her People. Washington D.C., Organization of American States, 1994.

9. Todas las referencias a la obra poética de Mistral, salvo las excepciones que se indican expresamente, provienen de sus Poesías completas, 4a. ed. definitiva, autorizada, preparada por Margaret Bates. Madrid, Aguilar, 1968.

10. “No se supone que nadie ignore la ley; esta fórmula un tanto cómica tomada directamente de nuestro Código de Justicia expresa sin embargo la verdad en que se funda nuestra experiencia, y que nuestra experiencia confirma. Nadie en realidad la ignora, puesto que la ley del hombre ha sido la ley del lenguaje desde que las primeras palabras de reconocimiento presidieron sobre los primeros dones”. Jacques Lacan. “The Function of Speech and Language in Psychoanalysis” en Écrits. A Selection, tr. Ann Sheridan. New York, W.W. Norton & Company, 1977, p. 61.

11. Emile Benveniste. “Remarks on the Function of Language in Freudian Theory” en Problems in General Linguistics, tr. Mary Elizabeth Meek. Coral Gables, Florida, University of Miami Press, 1971, p. 67.

12. “... ese lado subjetivo de la representación, que es incapaz de llegar a ser un elemento de cognición, es el placer o el displacer que se conecta con ella; a través de él, yo no conozco nada del objeto de la representación, aunque él puede ser fácilmente el resultado de la operación de una u otra cognición”. Immanuel Kant. The Critique of Judgement, tr. James Creed Meredith. Oxford, Oxford University Press, 1952, p. 29. El subrayado es suyo. Como vemos, Kant insiste no tanto en la oposición entre lo representacional conceptual y lo representacional no conceptual como en la oposición entre lo representacional cognoscitivo y lo representacional no cognoscitivo. A nuestro modo de ver, la primera oposición se halla implícita en la segunda, pero lo segunda no lo está en la primera. Así, nosotros no participamos (no tenemos por qué hacerlo) de la negación kantiana de que los objetos estéticos tengan capacidad de conocimiento.

13. Gracias al trabajo editorial de Pedro Pablo Zegers disponemos hoy de estos textos, republicados por la Biblioteca Nacional de Chile: Gabriela Mistral en La Voz de Elqui, Gabriela Mistral en El Coquimbo y, en vías de publicación, “Gabriela Mistral en El Tamaya y en El Constitucional”.

14. Un tema por estudiar: el ascendiente de las doctrinas de procedencia oriental entre ciertas mujeres intelectuales latinoamericanas de los años veinte y treinta, Iris, Mistral, Loynaz, Ocampo, etc., y del que Tagore es un gran embajador. Mi hipótesis es que se trata de una religiosidad alternativa a la religión católica, al patriarcalismo de la religión católica mejor dicho, y cuya expresión más extendida, esto es, la que desborda el coto de las mujeres intelectuales, es el espiritismo.

15. “Saetas ígneas” se publicó el 14 de octubre de 1906. Puede consultarse en Gabriela Mistral en La Voz de Elqui, pp. 55-56.

16. Gabriela Mistral. Desolación. New York, Instituto de las Españas en los Estados Unidos, 1922, pp. 176-185.

17. Ibid., p. 185.

18. Ibid., p. 181.

19. Jorge Guzmán. “Gabriela Mistral: ‘Por hambre de su carne’” en Diferencias latinoamericanas (Mistral, Carpentier, García Márquez, Puig). Santiago de Chile, Ediciones del Centro de Estudios Humanísticos, Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas, Universidad de Chile, 1985, p. 22.

20. Ibid.

21. Edgar Allan Poe. “The Philosophy of Composition” en Essays and Reviews. New York, Literary Classics of the United States, 1846, p. 19.

22. El nacionalismo oligárquico es anterior y posterior: anterior en un Ricardo Güiraldes, posterior en un Jaime Eyzaguirre.

23. Tomo el término de Benedict Anderson. Imagined Communities: Reflections on the Origin and Spread of Nationalism. London, Verso, 1983.

24. Jaime Concha. Gabriela Mistral. Madrid, Júcar, 1987, pp. 98-99.

25. Julio Saavedra Molina. “Gabriela Mistral: su vida y su obra”, prólogo a Poesías completas. Madrid, Aguilar, 1958, pp. LXXXVII y LXXX y LXXXI respectivamente.

26. Adriana Valdés. “Identidades tránsfugas (lectura de Tala )” en Una palabra cómplice. Encuentro con Gabriela Mistral, eds. Soledad Fariña y Raquel Olea. Santiago de Chile, Isis Internacional, Casa de la Mujer La Morada, 1990, p. 75.

27. Luis Vargas Saavedra. El otro suicida de Gabriela Mistral. Santiago de Chile, Ediciones Pontificia Universidad Católica de Chile, 1985, p. 23.

28. Gabriela Mistral, p. 24.

29. Roque Esteban Scarpa. Una mujer nada de tonta. Santiago de Chile, Editorial Andrés Bello, 1976, pp. 183-186.

30. El poema en Proyecto preservación y difusión del legado literario de Gabriela Mistral, eds. Magda Arce y Gastón von dem Bussche. Santiago de Chile, Organización de Estados Americanos (OEA) y Ministerio de Educación de la República de Chile, 1993, pp. 301-303. La jactancia en Ibid., p. 283.

31. Cito por Gabriela Mistral. Lagar II, eds. Pedro Pablo Zegers y Ana María Cuneo. Santiago de Chile, Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos, Biblioteca Nacional, 1991, p. 61.

32. Se ocupa de esto Alberto Medina en “Me cansé de tener nombre en esta tierra (Algunas observaciones sobre la última Mistral)” en Revista Chilena de Literatura, 45 (1994), pp. 133-141.