Genealogía de un ícono:
crítica de la recepción de Gabriela Mistral

Kemy Oyarzún
Universidad de Chile

Relación de transferencia, escena de transferencia, relación
no resuelta en torno a la Madre que se deja leer”
 Patricio Marchant

 “La estructura del archivo es espectral”
 Jacques Derrida

Objeto de proyecciones e introyecciones matrísticas en la zona predominantemente masculina de nuestro imaginario patrio, poca duda cabe que Gabriela Mistral se ha convertido en leyenda nacional. Hubo “hijos pródigos” en este lento proceso de endiosamiento –“escena de transferencia... no resuelta”– a que refiere críticamente, entre otros, Patricio Marchant1. Paradójicamente, aquéllos que más contribuyeron a monumentalizarla no eran (no éramos) siempre conscientes del propio proceso de fetichización. No pocas lecturas sobre los mitos matrísticos en Occidente y América Latina arrojan luz sobre este enigmático proceso del “inconsciente político” patriarcal: Julia Kristeva, Sonia Montecino, Nancy Chodorow, Jorge Guzmán. Desde la academia, Virgilio Figueroa habló de una “Divina Gabriela”. Desde un escenario popular y dentro del marco de un sentido crítico de la academia, Violeta Parra refirió a una “Santa Mistral, coronada” en su canto a lo divino2. El kitsch, la academia y lo popular develan en torno a la obra y figura de Mistral subrepticias, pero no menos visibles filiaciones.

La Diosa oculta era rumiada en bibliotecas y editoriales. Se rastreaban sus inéditos escritos –hasta los más “privados”, pese a las últimas advertencias de Palma Guillén3. A estas alturas, sus póstumos e incompletos cantos, poemarios o bitácoras, discursos y epistolarios constituyen toda una labor de montaje receptivo, archivo no por Kitsch menos exportable. El deseo de archivo evidenciado por ese montaje receptivo me resulta a estas alturas tanto o más significativo que la acumulación misma de actas de percepciones, impresiones, registros, cifrados y tópicas de inscripción que la academia ha tenido a “bien” conservar4. En particular, existe un doble movimiento tendiente a engrosar y desconstruir el objeto del deseo archivístico en la esperanza de dar con la clave verdadera del enigma llamado Mistral –un “meta archivo” que no se logra (no se puede) dar. Lo que ya no podría agotarse es el deseo de descifrar al ícono, verdadero proceso de acumulación archivística que se produce urgando en sus ámbitos más privados y públicos, esto es, llevando incesantemente a la letra su intimidad, los constructos nuestros de “su” intimidad.

Ella ya es objeto endiosado, esfinge imperturbable de una desmemoriada nación, cuerpo que no retorna. Luego, hablar de ella (ya que imposible hablarla) es sobre todo hablar de nosotros, de un “nos­otros” no sólo plural sino altamente tensionado: rotura de cultura, trizado de comunidad, proyecto de país neoliberal que no se proyecta. O tal vez Gabriela Mistral conjuga una doble ficción: una muy chilena y latinoamericana ansiedad de origen, de origen común, pero también la espectral posibilidad de la identidad Una, esencial e inmutable, la de “todos los chilenos” –hoy por hoy apenas actualizable en algún performativo y fugaz gol de mundiales resonancias5. Neutralización de las diferencias. Algo “puro”, incontaminado, espectro de un mito actualizado: arqueología del actual consenso en femenino, Cifra Mayor, Arcano. Gabriela Mistral ha sido investida como perpetuación fantasmática del oscuro femenino del populismo liberal, condensación del “equilibrio” de las clases y de los sexos del Estado keynesiano y últimamente meta-consenso, deidad secular del inconsciente político chileno que el neoliberalismo no logra consagrar. Sustituida tal vez solamente por Sor Teresita de Los Andes, la verdadera santa de la postdictadura.

Toda obra suscita una diversidad indeterminada de lecturas, en particular a partir de la Modernidad. Sin embargo, pocas acusan el grado de ambivalencia receptiva de los textos mistralianos. Menor aún es el número de autoras y autores que adquieren la sensibilidad que Mistral tuvo respecto de los avatares de la circulación y resignificación textuales. El espectro de perspectivas de recepción es tan vasto, plural y polémico como la propia obra en cuestión. El amplio registro de lecturas incluye a connotados críticos de arte y literatura (Luis Vargas Saavedra, Alfonso Calderón, Grínor Rojo, entre otros), biógrafos de las más diversas tendencias (Volodia Teitelboim, Efraín Szmulewicz, Matilde Ladrón de Guevara, Fernando Alegría), relecturas desde el mestizaje (Jorge Guzmán, Ana Pizarro), la crítica cultural (Patricio Marchant y Pablo Oyarzún) y el feminismo (Soledad Bianchi, Raquel Olea, Eliana Ortega, Patricia Pinto).

A dos años de estudio sobre la bibliografía mistraliana existente6, expongo aquí una breve mirada a la crítica que me permita empezar a socavar el monologismo implícito en los procesos de canonización y develar que la polifonía de la obra mistraliana ha encontrado diversas resonancias críticas que no siempre tuvieron una acogida en el establishment literario7. Existe a lo largo de unas cuántas décadas un corpus significativo de lecturas que no son ni tan hegemónicas ni tan “centrales” como se podría pensar a primera vista.

Evidentemente, y no sorprenderá ya a nadie, una primera agrupación de tendencias interpretativas arroja a grandes rasgos dos modalidades: canónicas e iconoclastas. O dos caras del deseo archivolístico: coincidencia (identidad) y desencuentros (diferencia) con el emblema. Al comienzo de la investigación partí del supuesto que la gran mayoría de las lecturas –sobre todo en Chile– han sido canónicas y que la recepción resignificadora remite en nuestro país a casos marginales o excepcionales, destacándose en particular, un ensayo escrito desde la izquierda que inaugura la década de los noventa (el texto de Volodia Teitelboim) o estudios feministas realizados por hombres y mujeres también en la última década (Una palabra cómplice, editado por La Morada y Editorial Cuarto Propio y Dirán que está en la gloria –este último, de Grínor Rojo– son representativos).

Fui viendo que no sólo la obra sino la propia figura intelectual de Gabriela Mistral ha venido adquiriendo estatuto “heráldico”, de “hiperfabulación” (Teitelboim) o mito, ello en estrechos vínculos con la simbólica nacional, hegemónica de nuestro país. Así opté por empezar a trazar la genealogía de la mitificación mistraliana y rastrear los bloqueos, puntos de convergencia y contradicción que fueran surgiendo de la propia trayectoria crítica, con especial énfasis en la historia cultural de Chile en los últimos veinte años. Podríamos, rastrear significativas diferencias socio-culturales o trazar una breve pero intensa panorámica de la crítica literaria de nuestro país precisamente en base al heterogéneo mapa de las lecturas sobre Mistral.

Metáfora obsesiva de un discurso manido, académico y pedagógico, la heráldica mistraliana se ha caracterizado por un marcado fixismo valórico, siendo escasos los ejemplos de relativización y autoreflexión de los críticos acerca de los propios resortes, estrategias, dispositivos y entramados que se movilizan en la construcción canonizadora: más que juicios, prejuicios. En este sentido, se percibe poca o escasa conciencia nacional acerca del proceso que instituye la consagración del texto y la figura mistralianos.

¿Cómo se articula la heráldica mistraliana en Chile?
¿En qué condiciones se produce?
¿Han cambiado las coordenadas de esa simbólica en el tiempo, y, en especial durante el curso de este siglo?
¿Se ha ido diversificando el espectro de perspectivas?

Marginalidad y “ansiedad de recepción”

“Hay una montaña de desprestigio y
de ridículo en Chile echada sobre
las mujeres que escribimos”
Gabriela Mistral

Gabriela Mistral fue una mujer que escribió en un país en el cual la hegemonía cultural era y es fundamentalmente mascultista, letrada y metropolitana. “Hay dos únicos puntos que me hacen desear una estadía definitiva en Santiago, la Biblioteca Nacional, es decir, la facilidad para leer libros que necesito y los teatros... es decir, la comunión más continua con otras formas de belleza” –dijo en una ocasión8. Y enfatizó en otro sitio: “Antes de los feminismos de asambleas y de reformas legales. Cincuenta años antes, nosotros hemos tenido allá (en el Valle del Elqui), en unos tajos de la Cordillera, el trabajo de la mujer hecho costumbre. He visto de niña regar a las mujeres a la medianoche”9. Binarismo geocultural latinoamericano, sin duda. Valle del Elqui: espacio de labradoras. Santiago: territorio de varones letrados –lo dijo en una carta. Explícita, concluye: “Cuando una vive lejos y nadie la conoce y es una mujer humilde que enseña niñas, ni en lo referente a lo propio se le hace caso” (p. 55; mi énfasis).

Aquí, el capital-saber se ha venido diseminando a partir de la capital-país, centro autorizado para la producción, distribución y circulación de la cultura. Se trata de una emisora que proviene de una doble marginalidad –etnocultural (nortina) y sexo-genérica (mujer)– cuyo discurso se instala problemática y conflictivamente en el universo letrado establecido. A través de toda su praxis escritural, la emisora pugna por expresarse en la lengua “mayor” de la cultura letrada androcéntrica sosteniendo inestables, inciertas y desiguales transacciones simbólicas con el canon, en una institución que le es hostil: dar con la forma es una batalla por descubrir en “qué lengua hablar”10.

En situación de discurso tan altamente tensionada, hablar lo propio implica torcer y deformar una lengua que precisamente por “mayor” le es ajena. Los efectos de oralidad de la discursividad lírica y prosística de la autora pueden haber tenido mucho que ver con la inicial “extrañeza” o hermetismo que produjeron algunos de sus textos. Y en este sentido, su escritura es “menor” también en la medida en que las prácticas de la oralidad no sean hegemónicas. Más allá de los discursos victimológicos sobre la condición de las mujeres en la institución literaria, el “habla” en condiciones tan desniveladas trae consigo un excedente productivo: hacer proliferar la diferencia11. Quien habla por fin es una “extranjera”12, una desterritorializada del/de la capital saber.

Pero las transacciones con la institución literaria no son sólo simbólicas, sino también materiales, y Gabriela Mistral siente a lo largo de su vida que paga distintos precios por el doble nomadismo que implica ejercer su diferencia: exilio, autoexilio, incomprensión, ingratitud. Ello se deduce en particular de una serie de cartas con cuyos interlocutores ella siente un cierto grado de complicidad, ya sea por tratarse de un joven escritor que ha acudido a ella para apoyo (Labarca), de un protector y mecenas (Aguirre Cerda), de un intelectual cuyo proyecto escritural le merece respeto (Alfonso Reyes o Ciro Alegría) o de un potencial soporte crítico para su obra en el escenario cultural internacional (Gonzalo Zaldumbide, el ecuatoriano en París).

De lo dicho hasta ahora se desprende la importancia de acentuar la distinción entre la escritura misma y las condiciones en las que se emiten los textos: una mujer puede escribir un texto femenino o masculino; lo mismo podemos decir de un hombre. Un hombre puede transgredir lo sexo-genérico en la escritura; lo mismo podemos decir de una mujer. Más, importa en todos esos casos despejar los registros de lo sexual y lo genérico, de texto y discurso, de enunciado y enunciación. No es que pretenda abrir una brecha insalvable entre esos dos hitos. Producción de sentido (significancia en la jerga de Kristeva) y producción de discurso (eje de la pragmática holandesa) constituyen aspectos de un proceso global que los abarca y articula a ambos. La distinción, sin embargo, permite detectar la especificidad de áreas que tienen una autonomía relativa: a) trabajo y vida de la intelectual-mujer; praxis social, política y económica; y b) textualidad como creación verbal; praxis simbólico-escritural en la que se condensan (estéticamente en el caso literario) los efectos siempre parciales y mediados de la situación afectivo-biográfica y laboral, así como también los efectos de las interlocuciones con las políticas culturales y sexo-genéricas históricas y concretas. Los intercambios simbólicos y materiales con la institución literaria no llegan jamás a un “puerto estable” y sólido. Como en otros casos, para Mistral esas transacciones representaron momentos de mayor o menor grado de conflictividad, de menor o mayor grado de acomodo.

En el caso concreto de la autora de Lagar, ella misma advertía –pese a los éxitos logrados– la precariedad que atravesaba el campo de relaciones laborales y sociales en el que estaba inmersa, como intelectual de un país cuyo proyecto cultural se debatía también inestablemente entre las políticas del Estado keynesiano y una marcada tendencia al desarrollismo y la privatización13. Esto se evidencia a partir de sus primeras experiencias laborales como maestra (“la vida... demasiado madrastra... me dejó este miedo, casi terror, de las gentes”, p. 40; mi énfasis). Posteriormente, se aprecia que sus desengaños pueden hacerse extensivos a su trabajo como diplomática y a su situación como escritora-intelectual cuya “independencia” en la curva final de su vida resulta asaz relativa al alero de la academia norteamericana.

Las transacciones simbólicas con el canon no fueron menos inquietantes. Ella estuvo siempre preocupada por el destino que tuvieran sus escritos y los de otras mujeres. La recepción que éstos generaran en los escenarios culturales nunca le fue indiferente. Más que una “ansiedad” de rivalidad frente a otros proyectos literarios que antecedían o coincidían con el suyo (Bloom), creo que Gabriela Mistral ilustró una incertidumbre de recepción que amerita mayor reflexión y discusión. “Mis sonetos para El niño que enloqueció de amor... me han valido burlas y alfireazos. ¡Qué importa! Una dice su verdad y queda tan deliciosa y hondamente satisfecha” –exclamó desdeñosa alguna vez. Parecía sentir una sana desconfianza por los literatos santiaguinos: “cómo envenena la vida la mala gente, léase literatos. Resérveme el juicio, pero justifíquelo. ¡Cómo se muerde y se hace toda clase de daños esta casta divina!” (p. 39; mi énfasis). En otra ocasión, habló de los críticos literarios como “luminosos cerebrales que tienen el corazón podrido y que no conocen la lealtad” (p. 39). Y más abajo advertía: “Ud. que no conoce por dentro los círculos pedagógicos, ignora, sin duda, qué rara cosa es encontrar una jefe buena, clemente... Particularmente en Santiago, las directoras de liceos se parecen a los literatos.(p. 40; mi énfasis). “Me hice el voto de no publicar en Chile... en vista del inmundo criterio de los grandes semanarios, en los que cualquier patán millonario puede insultar a los artistas” –acentuó (p. 43; mi énfasis).

¿Se sabe “extranjera”, periférica desde el punto de vista del sistema sexo-género? ¿Está consciente de que sus esfuerzos por “traducirse” ante el espectáculo de los críticos puedan implicar una serie de auto-censuras y traiciones? Al parecer, la perturbadora sensación de no saber cómo fueran a ser interpretadas sus palabras permeó mucha de su correspondencia. Evidentemente, ella tenía un alto grado de sensibilidad respecto que –como las monedas– los signos de la Modernidad cambian no sólo de lugar sino de valor.

Un estudio meticuloso sobre la “ansiedad de recepción” me llevaría más allá de los límites de este ensayo. Son muchas las ocasiones en que ella se refirió a los falsos elogios que normalmente los escritores le hacían a los críticos y viceversa, cuestión que ella rechazaba tajantemente: “lo que nos ha perdido es la pata de Uds., el elogio desatinado de los hombres”. Y agrega: “Soy franca y llego a parecer ruda entre la comparsa galante y almibarada de los alaba-poetisas” (p. 36). Habría que empezar por señalar, a modo de preámbulo sobre esta materia, que esa incertidumbre frente a la circulación descontrolada o arbitraria de sus escritos la llevó a menudo a acompañar sus envíos de poemas con claves de lectura. Por ejemplo, a Labarca le envió su poema, “La maestra rural”, junto a una lectura recomendada: que no viera en el verso “el arte sino la idea religiosa” (p. 25). En otra carta al mismo joven le confesó que lo que se había entendido por escritura de mujeres eran “guías inacabables de poemas tontos, melosos y lagrimosos, galega pura, insipidez lamentable, insufrible gimoteo histérico” (p. 35). Cuando en esa misma carta mencionó la obra de Ginés de Alcántara, enfatizaba que esta tenía un “talento de verdad”, expresando de inmediato su deseo de que la escritora fuera tomada “en serio” por los receptores (p. 35).

Creo importante destacar que esa ansiedad de recepción venía, entre otras, asociada a la conciencia que Mistral fue desarrollando respecto del modelado melodramático (“meloso” en su léxico) que regía las lecturas de textos escritos por mujeres. Lo que era entonces considerado “literatura femenina” –y en gran medida en ciertos círculos continúa siéndolo– era un estereotipo de cuyos rasgos Mistral quiere, con razón, distanciarse: “pobreza vergonzosa de ideas, cierto sentimentalismo insípido, la incorrección gramatical, los temas vulgares y la soberana vulgaridad de imágenes, de estilo” (p. 53).

La heráldica mistraliana aparece diametralmente opuesta a la “extranjería” de voz que gran parte de su escritura –en particular, la lírica y cierta prosa– condensa. Existe una marcada contradicción entre lo que es canonizado de su vida y obra y lo que las excede como surplus no cooptable. Dicho de otro modo: hay en su escritura un excedente transgresor que el petit relato de la recepción hegemónica o no acoge o desplaza hacia los bordes. Pero ese excedente transgresor no ha sido siempre el mismo. Creer esto implicaría ver en la obra una marca de “diferencia esencialista”. Evidentemente, ha habido lecturas que han desconocido uno u otro aspecto de las diferencias concretas que la escritura genera. Esto es lo que ha dado pie a la fecunda noción de “desconocida ilustre”14. Luego, lo que aquí intentamos es proponer que se historicen mínimamente esos desconocimientos o desfamiliarizaciones, entendiendo que una de las estrategias más insistentes del canon ha sido preferentemente la familiarización no sólo respecto de la obra, sino también de la figura intelectual de la autora. Las conexiones entre la recurrente, obsesiva estrategia de familiarización por parte del establishment literario en connivencia simbólica con el fetichismo matrístico –el reverso de la moneda edípica– parecen demasiado evidentes, sobre todo a partir de lecturas como las de Patricio Marchant, cierto Jorge Guzmán, Raquel Olea, Adriana Valdés y Grínor Rojo. En todo caso, para 1970, Mistral era un “pilar” del discurso oficialista y a pocos se les hubiera ocurrido plantear su marginalidad. Después de todo, el mito mistraliano es producto de la misma institución literaria con la cual la escritora tenía una relación de ambivalencia.

El emblema Mistral es efecto de archivística, discurso hegemónico, territorialización, y en este sentido se opone a las inflexiones e idiolectizaciones propias de la marginación. ¿Podría Gabriela Mistral decir como Arguedas, “yo no soy un aculturado”? La cooptación del discurso marginal opera como una traducción/traición en virtud de la cual la lengua menor de la escritura es reconvertida en lengua mayor. Este proceso de reconversión es el que nuestra mirada empieza a trazar, rastreo arqueológico foucaultiano a través del cual se pretenden develar las huellas de la diferencia, conflictividad y ambivalencia que los discursos oficiales tienden a homogeneizar y neutralizar.

La marginalidad es un fenómeno de tal complejidad cultural que no permite un trabajo hermenéutico circunscrito a la “textualidad”, tal y como esta ha sido entendida en las perspectivas autotélicas tradicionales. Es preciso recurrir a modelos que contemplen las relaciones entre texto/discurso/cultura con parámetros flexibles, heterogéneos, sociales e históricos. Una emisión discursiva marginal no siempre corresponde a una recepción marginal. Y vice versa. Lo que puede ser considerado marginal en un momento o espacio dados no lo es necesariamente en otro período, cultura o comunidad hermenéutica. Ciertamente, el trabajo con la marginalidad requiere abocarse al plano textual propiamente tal (incluido el “lector-modelo” intratextual). Sin embargo, es preciso ampliar ese registro al campo de las prácticas literario-culturales en el ámbito conflictivo de los mapas del saber/poder. En el concepto de prácticas es posible incorporar la marginalidad de las enunciaciones globales de los textos. La marginalidad como proceso requiere de un modelo pragmático muy atento a las resignificaciones. Las prácticas literario-culturales son producidas y reproducidas en un amplio circuito que incluye emisión, configuración, recepción y resignificación. Acentuar la instancia de la recepción como proceso de sedimento de reconfiguraciones permite entender por qué razones una emisión marginal puede llegar a ser interpretada o “leída” desde coordinadas asimiladoras, integradoras o francamente hegemónicas. Es importante trabajar las lecturas críticas como capas geológicas de discurso que no sólo interesan para aproximarnos a los textos mistralianos y aprehender sus polifonías, sino sobre todo para hacernos cargo de nuestra propia historia cultural.

Marginalidad, políticas culturales

“Yo me gocé y me padecí las praderas patagónicas…
y las tengo por una patria doble y contradictoria
 de dulzura y de desolación”15
Gabriela Mistral

Al ubicar las prácticas literario-culturales dentro de una significativa red de estrategias de poder va emergiendo una suerte de economía “micropolítica” de lo poético-escritural (estrategias del débil, aspectos contestatarios o transgresores, dimensiones contrahegemónicas) frente a las “macropolíticas” de las agencias culturales (instituciones literarias, agencias formadoras de gustos, políticas culturales implícitas y explícitas, poderes abiertos y ‘oblicuos’, fagocitismo de lo hegemónico, políticas editoriales y políticas diseminadas desde el mercado).

Hay ciertas agencias formadoras de gustos particularmente relevantes en el caso mistraliano: familia, escuela, establishment literario. Al intersectar aspectos relevantes de su biografía y de la historia cultural nacional, constatamos que Mistral se ubica conflictivamente entre dos proyectos: 1) despegue de las tendencias emancipadoras del feminismo de la igualdad del primer tercio del siglo (Fundación del Círculo de Señoras junto a Iris y Amanda Labarca; origen del MEMCH y el movimiento sufragista panamericano); 2) chilenización de la Patagonia; aquí donde es agente formadora de “chilenidad” en conformidad con las prácticas docilizadoras (pedagogía, tecnología ideológica del Estado y tecnología del “yo”)16. Desde este último espacio, ella marca la incorporación de la mujer a la vida pública en el Nombre del Padre –situación particularmente contradictoria y tensional. El imaginario de las maestras de comienzos de siglo se forma –en las palabras de Beatriz Sarlo– “en un marco institucional fuertemente voluntarista en sus operaciones de imposición de una cultura17.

Coincido con una serie de lecturas que ubican las prácticas mistralianas en la intersección entre lo transgresor y lo hegemónico, reafirmando la idea de Cixous sobre el “doblez” ideológico de las mujeres. Podríamos considerar tres movimientos (más que momentos) a lo largo de todo su proyecto escritural: edípico patriarcal, edípico matrístico y anti-edípico. Aquí disiento de aquellas lecturas que asocian sólo las filiaciones discursivas paternas a lo edípico, extendiendo la noción de Edipo también a ciertas prácticas matrísticas. La metáfora de la fuga, el nomadismo frente a los cómodos “nichos” del poder (del Pater, pero también de ciertas madres), las “lunas de la locura”: he aquí el movimiento anti-edípico y desfamiliarizador por excelencia, presente tanto en cierta poesía como prosa mistralianas. Gabriela Mistral “vive en el quiebre o el roto entre dos culturas... Fecunda, estéril, andrógino involuntario, mujer de poder” –dijo alguna vez Cecilia Vicuña. A su vez, para Adriana Valdés no se trata del “establecimiento de una identidad poética determinada, sino... el campo de batalla de varias, titubeo, ‘oscilación de la identidad‘”. De hecho, hay todo un campo de la crítica que coincide en notar cierta bipolaridad y ambivalencia entre lo sumiso y lo subversivo, fractura de discurso o “desgarro” al que refiere, entre otros, Grínor Rojo18.

La mediación del melodrama en el modo de recepción

“Para escribir un buen melodrama, se requiere en primer lugar elegir un título... después se hará aparecer, como personajes principales, a un tonto, a un tirano, a una mujer inocente y perseguida, a un caballero, y si se puede, también algún animal domesticado. El tirano será muerto al final de la obra, la virtud triunfará y el caballero se casará con la joven inocente y desdichada”19 –lee un Tratado del Melodrama de 1817. Es posible que el proceso de “sobresaturación” receptiva de la obra mistraliana se haya debido a la extremada popularidad de dos de sus poemas, “El ruego” y “Los sonetos de la muerte”. A nadie extrañará que a partir de la folletinesca, recursos como los de la femineidad inocente e infeliz, motivos tópicos como los del amor funesto, estereotipos genéricos, la moralidad o la virtud asociadas a la sumisión femenina, el escenario de la familia como sustituto de lo social (éxito matrimonial=éxito en la arena pública), se hayan constituido en estrategias discursivas melodramáticas cuyo efectismo garantiza cierta popularidad textual. Con la ambivalencia que la caracterizaba, la propia autora, que explícitamente despreciaba la “cursilería elogiosa y el denuesto criollo” renegaría un día de esos poemas al punto de eliminar el primero de algunas ediciones y expresar de ambos que eran “cursis” y “dulzones”. Su manifiesto rechazo a las estrategias discursivas asociadas a la cursilería y a los estereotipos femeninos implica una acentuada sensibilidad mistraliana respecto de las operaciones melodramáticas, una sigilosa batalla por diferenciar su proyecto cultural del melodrama –batalla formal por la diferencia de la que ningún texto mistraliano escapa, aunque los grados de eficacia de la producción de la diferencia varíen.

A su vez, la escritora tuvo mucho esmero en mantener zonas de silencio respecto de su vida íntima, silencio que luego iba siendo rellenado por lo que ella misma denominó la “chismografía literaria”. “Esta mujer pública... en materia de intimidad fue cerradamente sigilosa” –comentó en su libro Volodia Teitelboim (p. 26). Volveré sobre el problema del silencio un poco más abajo, en relación al tema de la marginalidad y el “empoderamiento” del secreto. En todo caso, resulta demasiado sospechosa la sobrevaloración del amor en su obra (y de Desolación, en particular) por parte de cierta crítica biografista, sobre todo si tenemos en cuenta que se trata de una mujer. Las exageraciones con respecto a su carácter “pasional” y “ferviente” (Ciro Alegría), el determinismo psico-biológico que se ofrece para “explicar” su poesía (frustración materna, duelo por los tres suicidas), el énfasis en demostrar su feminidad más allá de “toda duda” y en particular la recreación folletinesca de su “único”, “grande” y “trágico” amor hablan mucho más elocuentemente de los ejes valorativos de los propios críticos que sobre la obra mistraliana en sí. Volodia Teitelboim dice sin equívocos en 1991: “vamos al encuentro del gran mito, de la hiperfabulación admitida por el público: el amor total por el suicida... Soberana equivocación, convertida en dogma20.

Pienso que la mediación de la retórica melodramática contribuye a entender aspectos fundantes de la leyenda “blanca” de Mistral. Grínor Rojo comentó cuán importante fue esa retórica en la propia escritura mistraliana21. Sin embargo, creo que Mistral tuvo también una relación ambivalente con el melodrama por razones que mencioné más arriba: ella asociaba esa matriz retórica de la cultura masiva a lo femenino, esto es, a los estereotipos existentes en la simbólica hegemónica sobre las mujeres. Indudablemente, su escritura no se sustrajo al melodrama, como sucedió con tantos escritores epocales. Las huellas de la mediación melodramática se pueden rastrear a través de toda su escritura poética y prosística. Pero, insisto, Mistral intentó persistentemente depurar su quehacer escritural de esas trazas. La importancia de sus resistencias al melodrama es evidente toda vez que su propia ansiedad de recepción la llevaba a darse cuenta de los altos riesgos que corría de ser mal interpretada por los lectores críticos al ser rígida, estamentalmente etiquetada como escritora típicamente femenina.

Las operaciones del melodrama secularizan el amor en la Modernidad, pero al mismo tiempo lo instituyen como la nueva “religión” –una religiosidad más democrática y secular que en América Latina estuvo fuertemente ligada a la función moral y civilizadora que los melodramaturgos desempeñaron en la fundación de las repúblicas y en los proyectos del liberalismo clásico. Pese a que nunca estudió el melodrama propiamente tal (al menos nunca con ese vocablo; “mentira romántica” es el término que él acuñó en cambio), en su estudio sobre la religiosidad del amor, René Girard demuestra que la diferencia histórico-cultural frente a la era pre-moderna radica precisamente en que el “avance” moderno coincide con una suerte de “democratización” del fetichismo amoroso 22.  Aristocratizante como el mediador feudal (Amadís de Gaula) o democráticos como lo son los mediadores ocultos de las novelas modernas de Flaubert o María Luisa Bombal, lo que “permanece” sin solución de continuidad es el endiosamiento característico de las estructuras patriárquicas: la mujer en el pedestal de la fantasía o la novela es, a su vez, la subalterna en la corte feudal o la ciudad burguesa.

Como lo demostrara tempranamente Marx en La sagrada familia, la moral melodramática proyecta la afectividad y los conflictos sociales al orden providencial, buscando fortalecer y rehabilitar la familia y la patria, conservando intactas –pese a las radicales transformaciones de las revoluciones burguesas– las relaciones coercitivas entre clases y –agrego yo– sexos. La interpelación emotiva como modelado receptivo, la necesidad de provocar en el espectador una conmiseración, el reposicionamiento del binarismo privado/público, son todos aspectos que me parecen relevantes en la configuración del deseo archivístico de la recepción mistraliana como discurso manido y maniático.

Es larga la lista de quienes –intencionadamente o no– se pliegan a esa recepción melodramatizadora denominada novelería por la propia Mistral23. Fernando Alegría refiere a “la historia de su grande y único amor”; Laura Rodig insiste que Romelio Ureta fue “el gran amor” (p. 15); Efraín Szmulewicz, afirma que “después de él no hubo otro, al menos conocido con certeza”. Para Ricardo Latchman, “el recuerdo del amante la persigue durante toda su vida”. Hugo Montes y Julio Orlandi reiteran la importancia en su poesía de “la amargura intensa y trágica de un amor cercenado trágicamente cuando apenas empezaba” (sic.). Para Anderson Imbert “su amor primero” fue el “único”; en tanto que Juan José de Soiza Reilly “lo eleva a la categoría de un amor infinito. Terrible. Fogoso. Sangriento.” Armando Donoso insiste: “Un amor, un amor, el amor único, enturbió la paz de sus horas” (p. 43)24.

El crítico García Oldini llegó a afirmar que precisamente en la “exasperación del dolor se encuentra... el gran valor poético de Gabriela, que se debilita cuando pasa a otra área” (p.14). Finalmente, el amor funesto aparece como causal no ya de su obra entera, sino hasta de los premios: “El amor que aquel joven le inspiró y la herida que le causó su muerte pueden considerarse el germen de todo lo demás que le ocurrirá... incluso el Premio Nobel” 25.

Aparte de la “rentabilidad hermenéutica” del suicidio26, importa aquí la mediación del melodrama como modelado de lectura de las obras y figuras intelectuales femeninas de la primera mitad del siglo XX: además de la propia Gabriela Mistral, me refiero específicamente a Amanda Labarca, María Luisa Bombal y Marta Brunet, entre otras. La idea de las “indefensas” mujeres de los relatos melodramáticos no siempre cuadraba con escritoras que se venían insertando cada vez más asertivamente como sujetos productores de actividad pública y de discurso propio. Ante este avance, la crítica mascultista veía a menudo dos salidas: exacerbar las tragedias personales de las mujeres y compadecerlas o, cuando ello no era posible, responder con el sensacionalismo o el escándalo. El escándalo como modo de recepción condensa el rechazo de los críticos –un rechazo en el ámbito de lo moral, no estrictamente estético. El escándalo refiere a una economía de poderes, de límites sobrepasados y posibles reterritorializaciones: es siempre situacional e implica un desajuste en las transacciones con la represión. Por eso sus fronteras son históricas, culturales, sociales. El desborde tiene sentido allí donde el poder actúa como prohibición, dejando en evidencia una cultura victoriana, sobrecodificada, estamental. No es tampoco posible escandalizar en la intimidad. Se requiere un público de espectadores, voyeurs, testigos y jueces. En literatura, el clásico público de las prácticas femeninas escriturales está constituido por críticos, varones, se entiende. Vistos a la distancia, los escándalos escriturales expresan tanto o más sobre los pre-juicios de lectura de una sociedad dada que sobre las transgresiones textuales en sí. Así el escándalo como modo de recepción permite medir la distancia entre las expectativas melodramáticas de los críticos y los desbordes de las prácticas escriturales de intelectuales como Gabriela Mistral.

Del melodrama a la histeria hay un paso. Mejor dicho: la histeria es un repliegue del discurso melodramático. Las “satanizaciones” modernas de la mujer pública se inscriben en el discurso “científico” haciendo coincidir el rechazo moral con la patología. La leyenda en torno a la rentabilidad del suicida va a ser suplementada con metáforas psico-patológicas. Así, si Lucila es capaz de “arder” de locura amorosa (“se quemó en su fuego, amó con toda el alma al desorbitado apóstol” –dice Alone, p. 125), la pasión fácilmente puede convertirse en “delirio de persecución” o “complejo de culpabilidad” –ambos lindantes en la “anomalía” psíquica (Alone, p. 150).

Como en tantos casos de escritura femenina, toda esta crítica mediada por el melodrama resuelve el binarismo ficción/vida en favor de una pseudoliteraturización de la vida. Julio Saavedra Molina, por ejemplo, afirma que “es difícil separar en la obra de Gabriela Mistral la parte de hechos vividos por ella y la parte de situaciones imaginadas”. Y agrega, “pero vividos o imaginados... los temas principales forman un tejido auténtico y único en el alma de la autora y traducen ciertos momentos de neurosis... hasta devolverle la salud hacia 1919 a los treinta años de edad, acto final del drama” (p. 35; nuestro énfasis). Los críticos han convertido el melodrama en psicodrama.

A modo de conclusión

Mariano Aguirre pensaba que el proceso de rescate de la obra de Gabriela Mistral se había iniciado en la década de los ‘70, y que quienes lo propiciaron fueron “principalmente escritoras que luchaban por posicionarse dentro del espectro literario” (Apsi, p. 32). Para 1978 Lafourcade anunciaba un “boom” mistraliano que no se haría esperar. En 1980 se volvía a hablar de un redescubrimiento de Mistral: Vargas Saavedra, Molina, Scarpa, Alfonso Calderón, Jaime Quezada, von dem Busshe. Según Soledad Bianchi hubo un “súbito interés oficial” durante el ‘78 por publicar y recopilar sobre todo el material prosístico (Bianchi, 1990). Para esta crítica, el renovado interés en Gabriela Mistral estaría relacionado a la necesidad de contrarrestar “la figura omnipresente” y “cargada” de Neruda. Si se habló de “apagón cultural” en los años inmediatamente posteriores al Golpe Militar, no sería extraño que un modo oficial de salir al paso a ese estancamiento fuera rescatando figuras intelectuales que no estuviesen tan directamente ligadas a los “ideologizados” setenta. Portales y Mistral serían potencialmente esas figuras –siendo ésta última una figura de refundación nacional en el plano cultural. En todo caso, los setenta no habían sido en Chile años particularmente fecundos en la trayectoria de la crítica mistraliana. Fuera como fuere, los grandes hitos históricos de este país han dejado sus huellas en las relecturas mistralianas.

No puede ser casual que durante la dictadura se haya privilegiado para la refundación cultural a cierta Mistral y no a Neruda. Lo que debemos ver críticamente es a qué Mistral se recuperó. Ha habido una mayor neutralización de las transgresiones con respecto a Mistral que a Neruda, qué duda cabe. Para Virginia Vidal la gran “culpable del olvido” a que estuvo sometida la obra de nuestra autora sería “la izquierda chilena” porque para Vidal ésta última preconizaba una “visión parcial y sectaria... que privilegió a un solo poeta” (Neruda). Si bien es posible que ciertos críticos literarios de izquierda hayan realizado una lectura ideológicamente sesgada en favor de Neruda, imagino que la invisibilización de Mistral aquí tuvo que ver además con una falta de sensibilidad generalizada respecto de las estrategias mascultistas del canon literario por parte de varones y mujeres que evidentemente no eran siempre de izquierda. A fines de los sesenta y comienzos de los setenta, las más radicales críticas al canon estaban cruzadas por criterios más atentos a las políticas de etnia y clase que a las articulaciones de éstos con los de sexo y género. Los problemas en torno a una política de la identidad individual y sexual simplemente no eran planteados en Chile.

Tal vez de mayor importancia fueran las actividades de mediados y de fines de los ’80. Eran momentos en que el movimiento de mujeres cobraba plena vigencia y exigía democracia en el país y en la casa. Todo contribuye a dar razón a Mariano Aguirre. En 1987 se realizaba el primer Congreso de Literatura Femenina Latinamericana en Chile. A mediados del año siguiente, un grupo de escritoras feministas hizo un llamado a releer la obra de nuestra autora concentrándose en aquellos aspectos que por su carácter transgresor no habían sido acogidos por la crítica anterior. Una selección de las ponencias de ese congreso se publicarían posteriormente bajo el título, Una palabra cómplice. Para marzo de 1992, la Revista Apsi publicaba un especial sobre Mistral. El número contenía ensayos de Claudia Lanzarotti (“Sospechosa para todos. El olvido a Gabriela”), Jaime Collyer (“Vida al compás de un siglo febril”), Eduardo Correa Olmos (“Su quebrantado cuerpo”), Hugo Alejandro Bello (“Sorprendentes pinturas del mundo. Las prosas”). “El olvido a Gabriela” –título del texto de C. Lanzarotti publicado en Apsi– es muy revelador: en esos años de la postdictadura, la mayor preocupación entre los sectores consecuentes era sin duda el tema de la historia inmediata y el blanqueo de la memoria frente a los atropellos a los derechos humanos. Nuevamente, el cuerpo escritural de Mistral coincidió con las grandes inquietudes nacionales: aquí donde insistir en los “olvidos” canónicos resultaba doblemente tendencioso (para el establishment literario y para la sociedad en su conjunto).

Más allá de la recepción estrictamente mistraliana, lo interesante es que entre 1982 y 1992 se produjo una importante promoción crítica en Chile, como lo demuestran las reflexiones de Bernardo Subercaseaux y Rodrigo Cánovas27. Las lecturas más agudas estarían relacionadas a la segunda generación de críticos: Luis Vaisman, Jaime Concha, Ariel Dorfman, Luis Iñigo Madrigal, Federico Schopf, Nelson Osorio, Mauricio Ostria, Lydia Neghme, Marcelo Coddou y Ramona Lagos. Precisamente, las más lúcidas contribuciones a la recepción mistraliana previo a los Congresos de Escritoras (‘87 y ’89) organizados fundamentalmente por feministas, coincidieron con algunos de los críticos literarios mencionados por los estudios de Subercaseaux y Cánovas: Mauricio Ostria, Jorge Guzmán, Manuel Jofré, Grínor Rojo. Más que relecturas mistralianas desde un punto de vista reductivamente literario, se trata de trabajos cuyos parámetros críticos apuntan profundamente a la simbólica hegemónica, a la crisis del sujeto y la identidad sexual y a las políticas culturales de nuestro país. No ha de sorprender así que dentro del lento proceso de “recuperación” de la crítica literaria chilena descrito por Cánovas respecto a los años de la dictadura militar, se destaque Diferencias latinoamericanas, de Jorge Guzmán, publicado en 198428 –hito precursor en el campo de la crítica mistraliana iconoclasta. El crítico analiza la obra poética de Gabriela Mistral entendida fundamentalmente como un drama simbólico situado más allá de lo estrictamente biográfico y literario: un “drama textual de la feminidad chilena” en el cual “el agente de todos los cambios, transformaciones y peripecias es la mujer” (p. 77).

En este breve trazado he podido constatar que el campo de las lecturas iconoclastas no ha sido exclusivamente integrado por mujeres y que la mayoría de los hombres que han empezado a practicar una crítica al determinismo sexo-genérico del quehacer escritural mistraliano han tendido al mismo tiempo a ser críticos de la sociedad chilena epocal en su conjunto –si bien los grados de radicalidad de sus lecturas individuales varían. De los estudios mistralianos más recientes en nuestro país, textos como los de Adriana Valdés y Grínor Rojo destacan una figura mistraliana heterogénea y disímil, precisamente en momentos en que se evidencian en el país los efectos de la bancarrota cultural de los consensos postdictatoriales.

Sin embargo, no puedo dejar de reconocer dos hechos:

1) previo a los ‘80, momento en que empiezan a producirse puntos de contacto entre la crítica feminista y cierta crítica deconstructiva y heterogénea producida por hombres, fueron mujeres las que –aunque tímidamente– sentaron las bases para un lento proceso de rescate de la diversidad de la obra mistraliana y de la necesidad de separar vida de obra, bajándole el relieve a las mediaciones melodramáticas y psico-patológicas de los modelados hegemónicos de recepción. La lista es larga: una mujer ecuatoriana, Adelaida Velasco, fue la primera en proponerla como candidata al Premio Nobel, para lo cual tomó la iniciativa de escribir a Pedro Aguirre Cerda, quien oficialmente la postuló. Santandreu, Ladrón de Guevara, Palma Guillén, Virginia Vidal, son algunos de los ejemplos notables de intelectuales mujeres que contribuyeron a desmitificarla. Tempranamente, en 1937, Estela Miranda se refería a lo “mucho (que) se ha novelado respecto al fondo de efectividad que pudiera existir en esa pasión inspiradora de su arte” (p. 36; mi énfasis). El término “novelado” es elocuente respecto de la lucidez que esa crítica demuestra frente a las mediaciones melodramáticas de la recepción. Agrega E. Miranda que el arte mistraliano “está con un recuerdo amoroso tal vez real, pero despojado de extraordinarios atributos, y engrandecido en el espíritu de la artista, por la distancia y su don poético (p. 36)”;

2) hay que llegar a la crítica feminista de la diferencia para que hombres y mujeres se propongan una resignificación programática no sólo de la obra, sino de la heráldica mistraliana en su conjunto, hecho que evidenciara Soledad Fariña en el Prólogo a Una palabra cómplice29.

Ocho años después de aquel primer Encuentro sobre Mistral organizado por La Morada, el contexto socio-cultural de la reedición del libro (1996) será la crisis de la redemocratización de las instituciones en la postdictadura cultural chilena. Para algunos sectores, la expectativa hasta entonces había sido que la legitimización de las diásporas culturales producidas durante la dictadura contribuiría a profundizar la democracia institucional. Sin embargo, para 1996, esas expectativas se veían ya decididamente frustradas; así lo demuestra el rotundo éxito de ventas del último libro del sociólogo Tomás Moulián30. En el prólogo a la reedición de las ponencias del primer Encuentro se constataba que habían surgido escasos cuerpos (culturales, estéticos, sociales) capaces de expresar las heterogeneidades y heterodoxias de los modelados “femeninos”. En este sentido resultaba visionaria la huella de Patricio Marchant, fallecido durante este período de ocho años, quien reactualizaba con nueva fuerza las críticas a las políticas culturales postdictatoriales asociando el término concertación con desconcertación:

“Cuestión de una actualidad nueva, distinta de la poesía mistraliana, nuevas escenas de su lectura, trabajo de esta década [...] Catástrofe política –vale decir, integral-chilena, parálisis. Así de este modo [...] los compañeros asesinados por la dictadura vigilan nuestra total desolación, nuestra total desconcertación; y su cabal finitud no sólo nos aleja de la alegría de los irresponsables, nos impide también toda frívola esperanza. Sobrevivientes de la derrota [...] contemplamos, lejanos, una historia, la de ahora, que, si bien continuamos a soportar no nos pertenece, pertenece... a los vencedores del 73 y del 89: los mismos y otros”

Atisbamos que ya en ese entonces para un profético Marchant el Encuentro mistraliano coincidía con un desencuentro: una catástrofe nacional, histórica, circundaba irresuelta aquel primer congreso mistraliano, y un sentido de desolación metafísica –una cierta “falta de madre” muy vallejiana– le daba espesor a esa historia, a esa lectura que él hacía de esa historia. Es en este contexto que el filósofo distingue los dos tipos de lectores a los que hice mención al comienzo de este texto: unos, infieles como él a la madre Mistral y a la cultura hegemónica del país; otros, fieles a la tradición, engrosan los archivos del Arcano (traición/tradición, tu nombre es Mistral). Los unos en busca de una “madre que se deje” leer. Los otros, balbuceando su lengua menor, su arritmia, el deseo antiedípico de su escritura.

Entre los últimos, trabajos como los de Raquel Olea y Adriana Valdés representan reconocimientos de la “multiplicidad y la diversidad” (R. Olea), del surgimiento de “identidades tránsfugas”, de un tipo de “sujeto tránsfuga... en fuga, nunca estático, siempre en movimiento, cruzando y descruzando, dejando de ser y siendo para dejar de ser” (Adriana Valdés). Otro de los más recientes, el libro de Grínor Rojo embiste a los “buscadores de sonetos perdidos”, invierte sentidos y mensajes, alterca con la “poesía maternal o amorosa a la manera ‘femenina”, tan festejada por el canon. El crítico bucea en las biografías y toma partido por una mujer con muchos amores y rencores, que oscila entre una vida de contemplación y de compromisos, entre un potente narcisismo y una tradicional ética de servicio –el “caritas femenino”. G. Rojo evidencia una religiosidad híbrida y ecuménica, que vacila a lo largo de la vida de la autora entre una “ortodoxia acatada” y una “heterodoxia irrenunciable”. Y es tajante: “acabar con la leyenda machista de la sublimación del frustre materno en la escritura de G. Mistral“.

Es así como Mistral ha venido siendo texto y pre-texto: incitación a reapropiarnos de fragmentos perdidos de nuestra propia historia cultural, contra el olvido, la impunidad, la censura y la auto-censura. Más que engrosar el archivo, empezar a conocerla precisamente a partir de una labor de desfamiliarización ante aquello/Aquella que nos ha sido tan familiarmente nacional (junto a la banderita izada, una ronda en la colina... ¡qué niño chileno no lo sabe!). Mistral hoy: ejercer el poder hermeneútico para ir desmontando las operaciones del capital saber y evidenciar los efectos del continuismo cultural y político del régimen anterior con sus estrategias de blanqueo, simulacros de homogeneidad, dispositivos victorianos y esencialismos valóricos. Texto y pretexto para instrumentar profundas desmitificaciones simbólicas, imaginarias y prácticas en el mapa de la economía política de los saberes. Si a la distancia miramos el vasto espectro de miradas iconoclastas podremos empezar a desenredar uno de los nudos de la emblemática mistraliana. En una ocasión, Julio Cortázar se representó la figura marianista “como reina de baraja, toda de frente pero sin volumen”. Las últimas críticas mistralianas nos empiezan a devolver el espesor de una diferencia estética y genérico-sexual que la crítica mascultista no ha sabido barajar.

Una acotación final: advertir contra la última tentación del deseo archivístico contemporáneo, incitación a descubrir la “verdadera identidad” de Gabriela Mistral. Allí donde inquirir se confunde con una práctica inquisitorial: develar lo que ella era realmente allá abajo, urgueteando el secretito de su sexualidad a posteriori –cuerpo que no retorna, me repito, que no responde. La mayor violencia archivística de la academia podría ser ésta: pretender correr el velo a la intimidad mistraliana para demostrar inequívocamente su sesgo heterosexual, homosexual o andrógino. Pese a “su estatura y huesos fuertes”, el “espíritu de Gabriela era puramente femenino”31 –afirmó enfático Ciro Alegría; “mujer entera y cabal” –dijo Fernández Larraín en un esfuerzo por “ahuyentar definitivamente las sombras que mentes enfermizas han pretendido... tender sobre la recia personalidad moral de nuestro insigne Premio Nobel” (p. 47)32. Acabar de una vez con las ambigüedades textuales/sexuales, descubriendo por fin y para siempre la única, la definitiva identidad de la madre es tal vez el último pliegue en que se desenvuelva la emblemática mistraliana de la actualidad. Pliegue coincidente con las reticencias a hablar públicamente hoy en día del divorcio o el aborto, resistencias a la nueva ley de filiación, incremento en la censura frente al cuerpo y las múltiples prácticas de la sexualidad. Era esto, no aquello: expresión del deseo patriarcal por excelencia, deseo de poner fin a los límites difusos entre los sexos, entre la ficción y lo real, entre la locura y la cordura –todos los bordes son confeccionados a imagen y semejanza de las cartografías nacionales, paradigma último e incuestionable de la moral recia. Y a una moral recia, una única mirada sobre la identidad mistraliana: ahuyentar definitivamente la sombra del proceso abierto e indeterminado de lecturas imponiendo límites internos y ciertos al deseo archivístico.

Archivo claudicable, recepciones inclaudicables, sujeto escurridizo. Es posible pensar que los dispositivos de silencio, en tanto opción propia por cierta clandestinidad –y pese a constituir efectos mediatizados de censura pueden remitir a estrategias mistralianas de empoderamiento. Recordemos cuánto insistió Volodia Teitelboim en la voluntad de secreto que Mistral sostuvo sobre su vida privada. Y a estas alturas, resulta tan legítima la aspiración a una recepción crítica del universal heterosexual por parte de ciertas lecturas mistralianas recientes como lo fuera la defensa que la autora erigió en torno a su intimidad. En este punto, el archivo se vuelve terminable e interminable.

En Revista Nomadías Nº 3, Santiago. Universidad de Chile, Facultad de Filosofía y Humanidades, Programa de Género y Cultura, 1998.

Notas:

1 Patricio Marchant, “Desolación” en Una palabra cómplice. Encuentro con Gabriela Mistral, Raquel Olea y Soledad Fariña, eds. Santiago, Isis Internacional, 2ª Edición, 1989, pp. 55-73. La cita a la que me refiero es la siguiente:Fidelidad del hijo como grito desesperado, que es grito que solicita una Madre fiel, hijo que intenta que... esto suceda: que su fidelidad sea la fidelidad de la Madre... Relación de transferencia, escena de transferencia, relación no resuelta en torno a la Madre que se deja leer”.

2 Violeta Parra, “Hoy día se llora en Chile” en Décimas. Santiago, Editorial Pomaire, 1976, pp. 241-242. Destaco versos como los siguientes: “Dios ha llamado a la Diosa/a su mansión tan sublime”; “Presidenta y bienhechora/ de la lengua castellana,/ la mujer americana/ inclina la vista y llora/por la celestial señora/que ha partido de este suelo”; “hasta la consumición: Santa Mistral coronada”.

3  Ver El otro suicida de Gabriela Mistral de Luis Vargas Saavedra. Santiago, Ediciones Universidad Católica de Chile, 1985.

4 Ver Jacques Derrida. Mal de archivo.Una impresión freudiana. Madrid, Editorial Trotta, 1997, pp. 20-23.

5 Imposible pasar por alto las trazas del Mundial de Fútbol (“Francia 98"), aspecto ironizable dentro de las condiciones actuales de mi escritura. Nuevos resortes de la domesticación de las rebeldías: los chilenos se re-educan en la celebración de las derrotas. Cuando el seleccionado chileno de fútbol perdía ante Brasil, los titulares del diario “El Mercurio” leían: “Pese a Derrota, Igual Hubo Fiestas. Miles de personas concurrieron a los espacios públicos ofrecidos por los alcaldes en la Región Metropolitana para bailar, cantar y divertirse sin desbordes de violencia” (Domingo 28 de Junio de 1998, p. C5).

6 Estudio realizado con el apoyo de la Dirección de Investigación de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile, que contó con el apoyo bibliográfico de Paula Miranda y Darcie Doll.

7 Sobre canon y género, ver Mary Louise Pratt. “Don´t Interrupt Me. The Gender Essay as Conversation and Countercanon” en Reinterpreting the Spanish American Essay. Women writers of the 19th and 20th centuries, editado por Doris Meyer. Austin, University of Texas Press, 1995; Beatriz Sarlo, “Los estudios culturales y la crítica literaria en la encrucijada valorativa” en Revista de Crítica Cultural Nº 15, Noviembre de 1997, pp. 32-38; Alastair Fowler, “Género y canon literario” en Teoría de los géneros, compilación y bibliografía, Miguel A. Garrido. Madrid, Arcos Libros S.A., 1988.

8 Eugenio Labarca. Carta 15, p. 39, en Epistolario, Cartas a Eugenio Labarca (1915-1916). Santiago, Ediciones de los Anales de la Universidad de Chile, 1957.

9 Gabriela Mistral. Breve descripción de Chile. Santiago, Anales de la Universidad de Chile, Homenaje a Gabriela Mistral, 1957, p. 296.

10 Gilles Deleuze y Felix Guattari. Kafka. Por una literatura menor. México, Ediciones Era, 1978.

11 Para una crítica a las perspectivas “victimológicas” como matriz epistemológica respecto del rol de las mujeres en la ciencia y el saber, ver Sandra Harding y Jean O´Barr, Sex and Scientific Inquiry. Chicago, University of Chicago Press, 1975 y The Science Question of Feminism. Ithaca y Londres, Cornell University Press, 1986, entre otros.

12 Gabriela Mistral. “La extranjera” en Tala. Santiago, Ed. Andrés Bello, 1989.

13 Dice en una carta a E. Labarca, respecto de la desaparición de una revista: “No da Santiago para una publicación de índole netamente artística. Sólo un poeta millonario, un Prado o un García Huidobro, puede, heroicamente, salir airoso con una empresa así” (p. 36; mi énfasis).

14 Soledad Fariña. Prólogo a la primera edición de Una palabra cómplice, 1996, op. cit., p. 18.

15 Gabriela Mistral. “Pequeño mapa audible de Chile” en Recados para América, Mario Céspedes. Santiago, Editorial Epesa, 1978, p. 192.

16 Michel Foucault. Tecnologías del yo. Barcelona, Ediciones Paidós, 1995.

17 Beatriz Sarlo. “Cabezas rapadas y cintas argentinas” en La máquina cultural. Maestras, traductores y vanguardistas. Buenos Aires, Editorial Ariel, 1998, p. 65.

18 Grínor Rojo se expresa en los siguientes términos: “Si un hondo desgarro preside la performance de estos poemas es porque ese desgarro constituye la esencia de una historia, una biografía y un cuerpo. Un cuerpo al que se disputan dos sexos, una biografía que trastabillea entre ascensos y caídas, una historia en la que Gabriela Mistral... busca armonizar posiciones genéricas que no son armonizables” (p. 474).

19 Véase: Tratado del melodrama S/autor. Melodrama.Cambridge, New York, Cambridge University Press, 1992; Gerould, Daniel Charles. Melodrama. New York, New York Library Forum, 1980; Thomaseau, Jean-Marie. El melodrama.México, FCE, 1989; Van Bellen, Eise Carel. Les origines du mélodrame. Kemink y Zoon, Utrecht, 1927, entre otros.

20 Volodia Teitelboim. Gabriela Mistral. Pública y secreta. Santiago, Editorial Sudamericana, 1991, p. 37.

21 Grínor Rojo. op. cit., pp. 50-52.

22 Según el autor de Le Dieu Caché y de Mentira romántica y verdad novelesca, a partir del siglo XIX los seres humanos se van convirtiendo en dioses “los unos para los otros”. Se pasa de una mediación externa (Don Quijote ama a Dulcinea en un proceso de ostentosa y abierta imitación a su dios secular, el Amadís de Gaula) a una mediación interna (los personajes del suburbio parisino de Flaubert nunca “confiesan” quien es el modelo de su fascinación, lo mantienen más bien “secreto”). El Mediador o Modelo del deseo edípico moderno es cada vez más nivelado (“uno más entre otros”), pero a diferencia del paradigma de imitación del siglo XVII, éste se oculta, se “internaliza” y aflora como una secreta rivalidad y fascinación que “envenena” las relaciones amorosas y sociales. Ver Mentira romántica y verdad novelesca, trad. Guillermo Sucre. Caracas, Ediciones de la Biblioteca Central de Venezuela, 1963.

23 Aunque demasiado tarde y con ironía, la propia autora afirmó en 1954, respecto a los Sonetos: “Romelio Ureta no se suicidó por mí. Todo aquello ha sido novelería” (p. 17).

24 Fernando Alegría. Genio y Figura; Szmulewicz, Efraín. (GM (Biografía emotiva). Santiago, Editorial Orbe, 5ª ed., 1974, p. 38; Latchman, Ricardo A, GM. Revista Católica. Santiago, Año 23, junio de 1923, Nº 525, p. 939; Hugo Montes y Orlandi, Julio. Historia y Antología de la Literatura Chilena. Santiago, Editorial del Pacífico, 1965, p. 239.

25 Alone. Historia de GM. Introducción a la Antología. Selección de la autora Santiago, Zig-Zag, 1957, p. VI. Nuestro énfasis.

26 Grínor Rojo. op. cit.

27 Bernardo Subercaseaux. Transformaciones de la crítica literaria en Chile. 1960-1982. Santiago, CENECA, 1983, pp. 5 y ss.

28 Jorge Guzmán. Diferencias latinoamericanas (Mistral, Carpentier, García Márquez, Puig). Chile, Ediciones del Centro de Estudios Humanísticos, Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas, Universidad de Chile, 1984.

29 Soledad Fariña enfatiza los ejes programáticos de ese proyecto resignificador en los siguientes términos: “Superar las mistificaciones tejidas en torno a la obra”, asumir la profunda “marca, aún no descifrada, de la palabra fundadora de esta mujer latinoamericana” y “resignificar la idea de maternidad, desde las contradicciones evidenciadas en su obra” en op.cit.

30 Tomás Moulián. Chile actual. Anatomía de un mito. Santiago, Ediciones LOM/ARCIS, 1ª ed., 1997.

31 Ciro Alegría. Gabriela, íntima. Colombia, Editorial La Oveja Negra, 1980.

32 Sergio Fernández Larraín. Cartas de amor de Gabriela Mistral. Santiago, Editorial Andrés Bello, 1972, p. 47.