Reproducción y nación: raza y sexualidad en Gabriela Mistral 

Licia Fiol-Matta 

 

Los estudios latinoamericanistas queer han arrojado mucha luz sobre la participación de individuos gays y lesbianas en el proyecto de construcción de la nación a principios de siglo en Latinoamérica1. Siguiendo los aportes de estos críticos, propongo ampliarlos, al abordar aquí el asunto de la “homonormatividad”, palabra que tomo prestada de Lisa Duggan. Con ella designamos en adelante aquellas homosexualidades que avalan lo que Michael Warner ha llamado la “heteronormatividad”.

Estos conceptos críticos nos pueden ser de mucha utilidad a la hora de analizar la problemática participación de “los nuestros” en proyectos de construcción de la nación a principios del siglo. Hemos solido ver a estos individuos desde ópticas algo limitadas, tales como la auto-protección, la agonía del secreto, el placer de la perversión, o sencillamente la mera comodidad del que persigue “vivir su vida”.

Aquí no me interesa ya ver la sexualidad o la identidad sexual discriminada como origen motriz de una vida o una obra, es decir, como ontología. No me interesa celebrar el triunfo o burla de parte de los “nuestros” por sobre el orden oficial. Me interesa mostrar cómo es que el Estado opera a través de la homofobia y el racismo, primero, y, segundo, me interesa hacer un llamado para apartarnos definitivamente tanto de las prácticas “homonormativas” como de las “heteronormativas”.

Estas prácticas permitieron que algunos escritores, plenamente identificados con el conservadurismo del Estado, no sólo asumieran sino que elaboraran muy directamente identidades nacionales y panamericanistas, que no se pueden separar del racismo y de la homofobia de Estado. El caso que me ocupa aquí es el de Gabriela Mistral, pero aludiré a otros escritores en este trabajo que también pueden tomarse como ejemplos de esta postura. Todos ellos participaron en estos proyectos estatales represivos y autoritarios, sea de forma directa, o sea de formas menos obvias pero igual de certeras.

Gabriela Mistral asumió una postura racial abierta e insistentemente, que contrasta por supuesto con el silencio o la problemática habladuría sobre su identidad sexual2. Sin embargo, no hay que ver estas dos identidades, la sexual y la racial, como cuestiones separadas. En lugar de esto, podemos aprovechar la coyuntura para mostrar cómo estas identidades se dan juntas y se constituyen a nivel recíproco. Sigo entonces un modelo interseccional de la identidad, para proponer un análisis crítico de la sexualidad en Latinoamérica que no aísle esta identidad, encerrándola en un cuerpo acosado como si este fuera un receptáculo de pureza. Quisiera mostrar cómo es que un análisis de la sexualidad que no incorpore otras prácticas identitarias tiene por fuerza que quedarse corto y dar una visión distorsionada de la historia cultural latinoamericana. Así repetiría los mismos fallos de las historias culturales que han obviado por completo el tema de la homosexualidad, al construir una versión autorizada, privilegiando esta vez la identidad sexual discriminada.

En cuanto a Mistral, sería fácil elaborar una dicotomía de lo público y lo privado. La identidad racial sería la pública, la sexual sería la privada; la primera estaría exhibida por completo, inclusive con gran estridencia; la segunda, permanecería a todas luces oculta, en su secreto y su agonía. Tomemos en cuenta que en ambos casos interviene el asunto de la reproducción, o, más específicamente, el de la reproducción nacional, que implica el trazar los límites entre la sexualidad aceptable e inaceptable. Aquí entramos de lleno en el proyecto estatal. Por un lado, se trata del manejo de los cuerpos femeninos, con el fin de producir trabajadores sanos, de máxima rendición, al administrar familias patriarcales y heterosexuales. Por otro lado, se trata de poner en claro quién pertenece a la nación en términos raciales3. Lo último ocurre tanto a nivel de la nación-estado (¿cómo definimos lo que es un chileno? ¿o un mexicano?), como a nivel de ese discurso masivo que es el americanismo. La apuesta principal de Gabriela Mistral fue el americanismo, pero sabía también insertarse muy bien en las discusiones de índole nacional. A fin de cuentas están ligadas; dependen de la misma serie de inclusiones y exclusiones, de un acto de recortar y cerrar de manera profiláctica los límites materiales y discursivos del espacio nacional o transnacional.

Mistral ofreció su cuerpo como representación de toda una raza4. Es una raza construida, nacida de una tradición inventada. Resulta paradójico que esta mujer, que no tuvo niños biológicos con los cuales robustecer la “raza”, y que siempre formaba parte de una pareja femenina, se convirtiera en el símbolo tenaz de la madre nacional y en la guardiana de la familia “americana”. Por lo tanto, no puede ser azarosa la coincidencia. La heterosexualidad supuesta de Mistral no se puede construir tan sólo en torno a pruebas documentales que nos dicen “quién era”, o a la curiosidad morbosa de corroborar un hecho meramente personal. El deseo de proteger a toda costa a este ícono se debe a la proyección nacional que promete, a su capacidad de funcionar como herramienta en la construcción discursiva de la nación. No es la encrucijada de un sujeto individual; es la encrucijada de toda una nación.

Ahora podemos comprender mejor esa morbosa fascinación con la sexualidad de Mistral. La pregunta de todos (¿a quién deseaba esta mujer?, ¿qué deseaba esta mujer?) cobra, finalmente, sentido. Quizás, Gabriela Mistral sí tenía que sobreponerse al obstáculo que implicaba la homofobia, pero no basta dejarlo ahí. Los discursos y las prácticas que explotó Mistral tienen un costado colectivo o social, que debemos incorporar de lleno a nuestro análisis. Vuelvo entonces a la propuesta sobre la raza. La heterosexualidad simbólica de Mistral protege, no a todos los heterosexuales o a la heterosexualidad latinoamericana en general, sino a una heterosexualidad particular, que beneficia en última instancia al Estado. Y en un plano más individual, beneficia también a estos sujetos literarios que nos ocupan.

Comienzo por aclarar que la participación de Mistral en la agenda estatal era, en definitiva, una estrategia pensada y ejecutada con la total conciencia de su potencial para el Estado. Cito un trozo de una carta que Mistral le escribiera a Pedro Aguirre Cerda en 1923:

No hay una nación sudamericana que haga menos por su propaganda en el exterior. No le importa, o cree que esta propaganda sólo pueden hacerla los Ministros plenipotenciarios y los Cónsules, que hacen vida fácil y no divulgan jamás las cosas del país. Yo creo que puedo hacer lo que ellos no han hecho, por los dos medios únicos de propaganda efectiva: las escuelas y la prensa5.

Recordemos que Aguirre era el Ministro de Educación y que luego sería el Presidente de la República. Sin duda que habría algo de necesidad de auto-protección en la gestión de Mistral, pero es innegable su postura casi mercenaria ante la cultura. Me parece claro que a Mistral le interesaba erigirse en pilar del discurso americanista, como figura imprescindible de un discurso masivo, y como arquitecto parcial de algunas de las transformaciones que se desarrollarían a partir de estas prácticas.

Si nos limitamos a ver la identidad sexual de Mistral como si ésta estuviera condicionada de modo determinante por la privacidad y por el miedo al castigo, corremos el riesgo de asignarle a dicha identidad una fuerza ontológica pura, aun si esta no fuera nuestra intención. Desde luego que no quiero minimizar la realidad costosa de la homofobia. Hay una relación entre la sexualidad silente y lo que yo llamaría la profilaxis. En el caso de la sexualidad individual, he propuesto anteriormente que el lenguaje de la reproducción y del cuidado del niño funciona como especie de closet que puso al descubierto lo que estaba destinado a permanecer oculto (Fiol-Matta, 1995). Es decir, que lo privado de algún modo se convirtió en público. En un contexto de mayor alcance y mayores consecuencias, ese mismo lenguaje de la reproducción y el niño convierte la sexualidad pública en un límite (muchas veces oneroso) que traza la pertenencia nacional6.

El sujeto acosado, en Mistral, narcisista, se preocupa desmedidamente por los límites sociales, por cómo establecerlos y claro está, por cómo salvar a la nación de otro acoso, todo lo cual resulta en un nacionalismo narcisista. Esta obsesión racial de Mistral es contundente, inequívoca, y permanente, y está trazada como una suerte de destino personal. Me concentraré en la identidad racial para demostrar cómo el discurso personal de Mistral no es personal o íntimo en el sentido en el que insiste, monótona y repetitivamente, la crítica que conocemos: la madre frustrada, la esposa frustrada, el amor perdido. Sin embargo, sí es personal en otro sentido, y esto nos permitirá desmontar los clichés más críticos en el caso Mistral, que todavía subsisten: la defensora de los niños, de las madres, y de todas las “minorías” raciales en Latinoamérica.

Se ha pensado en Mistral como la campeona de los derechos de los pueblos indígenas y sobre todo del mestizo. La genealogía del mestizaje en Mistral nos indica que tomó el concepto de José Vasconcelos y del proyecto de la construcción de nación en México, bien conocido de todos. También nos indica que en Mistral, el mestizaje es una noción cultural integradora, elaborada sobre el fin positivista de la unidad, y puesta al servicio del estado en ciernes. Veremos cómo el mestizaje conlleva, por su lógica binaria, indígena/blanco, a la marginación de los sujetos afro-latinoamericanos, a su folclorización como resto exótico, o a su eliminación. Antes de entrar de lleno en el tema del sujeto negro latinoamericano, en lo que sigue, trataré la llamada “defensa del indio”, puntal del discurso racial elaborado por Mistral.

La primera Mistral sentía una atracción por ideas supremacistas. Ana Pizarro nos informa que antes de salir de México, al principio de su carrera, Mistral dictó un discurso donde hablaba de “la salvación del blanco” y de “la pureza de la raza” nada menos que en el llamado “Día de la Raza”7. Antes de salir de Chile rumbo a México en 1922, Mistral escasamente o ninguna vez mencionó al indígena. Sólo aparecen en sus escritos estos sujetos luego de la invitación que le hiciera Vasconcelos, de participar en el proyecto de reforma educativa8. Sin duda que la invitación de Vasconcelos incrementó el sentido de poder personal de Mistral dentro de las políticas culturales de la época. Por eso se dirige a Aguirre con un tono de autoridad, hasta de agresividad, en la carta ya citada. Este tono es nuevo y bastante distinto del tono de sus primeras cartas a él, cuando todavía era una maestra desconocida. En esas cartas percibimos a una Mistral que se sabe subalterna ante el hombre que está en el poder.

En las décadas de los años veinte y la de los treinta el dispositivo pedagógico es fundamental. Mistral se concentra en la clasificación del cuerpo indígena. Cito del texto “El tipo del indio americano” (1932):

Una de las razones que dicta la repugnancia criolla a confesar el indio en nuestra sangre, uno de los orígenes de nuestro miedo de decirnos lealmente mestizos es la llamada “fealdad del indio”. Se la tiene como verdad sin vuelta, se ha aceptado como tres y dos son cinco. Corre a parejas con las otras frases en plomada: “El indio es perezoso” y “el indio es malo”.
[...]
Debía haberse enseñado a los niños nuestros la belleza diferenciada y también opuesta de las razas. El ojo largo y estrecho consigue ser bello en el mongol, en tanto que en el caucásico envilece un poco el rostro; el color amarillento, que va de la paja a la badana, acentúa la delicadeza de la cara china, mientras que en la europea dice no más que cierta miseria sanguínea; el cabello crespo, que en el caucásico es una especie de corona gloriosa de la cabeza, en el mestizo se hace sospechoso de mulataje y le preferimos la mecha aplastada del indio. (Gabriela anda por el mundo, p. 179).

Vemos aquí la interpretación racial de la belleza. Se analizan las mezclas raciales de acuerdo a sus ventajas y desventajas. Llamo la atención sobre la idea de lo “feo” y lo “no feo”, una idea vasconceliana que examinaremos seguido. La idea de la selección estética permea todos los escritos de Mistral. Debe verse, en mi opinión, como el subtexto de la auto-descripción que adoptó Mistral, al decirse “india” o “mestiza”, descripción que al menos yo hallo harto problemática9.

La insistencia de Mistral sobre el tema –que el indígena o “indio” no es feo– se ha entendido como defensa del “ingrediente” indígena en la configuración racial de un sujeto latinoamericano universal. Me parece que ésta es una lectura superficial del tema. Tenemos que contextualizar la “defensa” preguntándonos, ¿por qué se da el discurso sobre la “fealdad”, para empezar? Así podremos desmantelar aquello que la defensa posibilitó o al menos tapó o marginó. Aquí propongo que miremos de cerca a Vasconcelos10.

Como bien se sabe, en su tratado La raza cósmica, publicado en 1925, Vasconcelos nos presenta una narrativa excepcionalista. En ella, Latinoamérica ocupa la posición central en los asuntos globales, a través de una construcción racial o mejor, un proyecto racial, tal y como lo conciben Michael Omi y Howard Winant11. Según Vascon­celos, el mestizaje encerraba la especificidad racial de Latinoamérica y su reclamo de centralidad en el mundo. Esto era así porque sólo Latinoamérica contaba con las cuatro razas del mundo, y eso quería decir que la raza dirigente, la quinta raza o “raza cósmica”, tendría su cuna en Latinoamérica. Señalemos que no se trata aquí de un mestizaje espontáneo, azaroso. Es un mestizaje que se da a través de un proceso de mezcla selectiva, con un desenlace muy preciso.

Cito un pasaje que me parece extraordinario. Aquí Vasconcelos nos explica que hay razas “feas” que (voluntariamente, según él) se cancelarán a través de la “selección estética” o criterio del “gusto”:

Los tipos bajos de la especie serán absorbidos por el tipo superior. De esta suerte podrá redimirse, por ejemplo, el negro, y poco a poco, por extinción voluntaria, las estirpes más feas irán cediendo el paso a las más hermosas. Las razas inferiores, al educarse, se harán menos prolíficas, y los mejores especímenes irán ascendiendo en una escala de mejoramiento étnico, cuyo tipo máximo no es precisamente el blanco, sino esa nueva raza, a la que el mismo blanco tendrá que aspirar con el objeto de conquistar la síntesis. El indio, por medio del injerto en la raza afín, dará el salto de los millares de años que median de la Atlántida a nuestra época, y en unas cuantas décadas de eugenesia estética podrá desaparecer el negro con los tipos que el libre instinto de hermosura vayan señalando como fundamentalmente recesivos e indignos, por lo mismo, de perpetuación. Se operará de esta forma una selección por el gusto, mucho más eficaz que la brutal selección darwiniana, que sólo es válida, si acaso, para las especies inferiores, pero ya no para el hombre (pp. 42-43).

Los lazos con los textos de Mistral son varios. Primero, notemos la relación necesaria entre el sexo y la transmisión de la “cultura”; sea la cultura sobrevalorada del europeo, o las culturas re-valorizadas de las comunidades indígenas y negras de Latinoamérica. Segundo, vale la pena hacer hincapié en el hecho que, aunque en principio Vasconcelos esté elevando al mestizo simbólico, desde luego que el blanco y la cultura occidental ocupan el sitial más alto en un esquema muy jerárquico. Cierto es que Vasconcelos enfatiza que la quinta raza no es idéntica a la raza blanca; ésta es la ambivalencia fundadora del texto. Se percibe un sentido de inferioridad racial ante lo que se percibe como la verdadera blancura, la de Estados Unidos; palpamos una sensación sutil pero muy importante de pánico racial ante la inexorabilidad de una relación no deseada pero inevitable con los Estados Unidos.

El tercer punto de referencia a Mistral, acaso el más importante, se halla en la manera en que, según Vasconcelos, se llevará a cabo el reemplazo de los criterios “brutales” del darwinismo. Es decir, la manera en que se implantará la “selección estética”. Escribe: “Tan pronto como la educación y el bienestar se difundan, ya no habrá peligro de que se mezclen los más opuestos tipos. Las uniones se efectuarán conforme a la ley singular del tercer periodo, la ley de simpatía, refinada por el sentido de la belleza” (p. 43). Como vemos, Vasconcelos privilegia a la educación y al bienestar común como vías por las cuales el criterio estético se cultivará a nivel masivo. Será el Estado, presuntamente, el que se encargará de este proceso, aunque Vasconcelos no lo menciona como tal. Tampoco menciona al producto de la relación sexual, eufemísticamente llamada “uniones” en el ensayo de Vasconcelos. Por supuesto que son los niños, los ciudadanos en miniatura, los ciudadanos por venir. El resultado de la mezcla correcta, entre tipos afines y no opuestos, es el niño. Y el “niño” es la meta de la educación pública. De más está decir que el niño y la escuela representan los campos en los cuales Mistral se inserta de modo muy agresivo.

El mestizaje, como ya he señalado, no es una mezcla racial producida por el movimiento y el contacto de poblaciones, quizás algo parecido a lo que Fernando Ortiz llamó “transculturación”12. Se trata de un mestizaje estatalizado. La mezcla racial en este sentido se convierte en algo bastante complejo, que no tiene nada que ver con el humanitarismo o la justicia social. Aquí la mezcla racial es todo un campo del saber, un campo de política social y de práctica discursiva que requería de sus clasificaciones, de sus expertos, y de sus aparatos de vigilancia13. Hay que ver el mestizaje desde la elaboración que hace Foucault en sus conferencias de 1976 sobre la genealogía del racismo. Sus teorías sobre el racismo de estado se adecuán sorprendentemente a nuestra discusión. Pienso, para ser más específica, sobre la violencia en el biopoder; en cómo esta violencia no tiene que ser preferentemente una violencia abierta (aunque ésta se incluye), sino que se caracteriza cada vez más por una serie de inclusiones y exclusiones que garantizan que en la sociedad de la normalización sólo algunos tendrán la capacidad de vivir, y a otros, se les dejará morir (Foucault, 1978; Stoler).

La condición que se le asigna a la mujer indígena ilustra la intersección e interdependencia de la raza y sexualidad en el esquema que vengo elaborando. A la indígena le corresponde ser el receptáculo cerrado de la “raza”. Es pura reproducción. Así la caracteriza Mistral en un ensayo temprano, “A la mujer mexicana” (1922), que podríamos llamar, siguiendo a la propia Mistral, “propagandístico”: “Te han dicho que tu pureza es una virtud religiosa. También es una virtud cívica: tu vientre sustenta a la raza; las muchedumbres ciudadanas nacen de tu seno calladamente, con el eterno fluir de los manantiales de la patria” (Lecturas, p.173).

Estas construcciones: el indio bello, la mujer-vientre, Mistral como mestiza, condensan el llamado pedagógico a “enseñarle a nuestros niños quiénes somos: todos somos mestizos”. Se le confiere al sujeto nacional un origen y, al modo positivista, un destino naturalizado que una entidad racional, el estado, conformaría y prepararía a nombre de todos. El asunto no se detiene ahí; para elaborar ese “todos” nacional, el estado también tendría que decidir quiénes serían, de entre sus miembros, los que deberían morir. La retórica del mestizaje, entonces, enmascara la manera de obrar de un racismo muy violento, que es condición de existencia de los estados modernos en una sociedad de normalización.

Las zonas no examinadas, no percibidas, y por lo tanto no censuradas del racismo mistraliano nos ofrecen una oportunidad inestimable para romper la armazón de santidad y ofrecer un retrato mucho más complejo, no sólo de Mistral, sino de la intersección sexo-raza en las políticas del americanismo. Pasemos al texto, muy antologado por cierto, “Primer recuerdo de Isadora Duncan” (1927). En él, Mistral compara el cuerpo blanco de Isadora Duncan al cuerpo negro de Josephine Baker14. El primero es el receptáculo (nuevamente la mujer-receptáculo) de la belleza estética, esta vez cifrada en la alta cultura y no en la reproducción. El segundo cuerpo representa la decadencia del arte, y con ella de la “raza”. El texto muestra el racismo mistraliano desplegado en contra de la gente negra, y también su posición ambivalente, quién sabe si favorable, ante la supremacía blanca en Estados Unidos. En el texto no se refiere directamente a la supremacía, ni tampoco a la segregación Jim Crow. En vez, utiliza como pórtico el linchamiento. Como se sabe, el linchamiento se justifica por una construcción racista de una transgresión sexual. Condena y asesina al hombre negro por haber “violado” el cuerpo de la mujer blanca. La mujer blanca, por supuesto, es el receptáculo de la raza blanca, el lugar donde se mantiene a salvo su pureza. En el texto de Mistral, Isadora es la mujer blanca cuyo cuerpo, o danza clásica, es transgredido por el cuerpo negro, o el charleston. Sin embargo, esta vez la delincuente es una mujer negra. Aquí vemos una escalofriante colaboración entre homoeroticismo y racismo. Examinemos la entrada al ensayo:

Yanqui era ella también, Isadora, pero yanqui irlandesa, y, en todo caso, de una generación que no había caído en el sótano hediondo de lo negrero. Curiosa venganza la de los negros sobre los ingleses de Norte América: los que viajan en carros especiales como los bueyes; los que aparte comen, rezan y existen, y no pueden abrazar un cuerpo de mujer blanca, sin que los hijos de Lynch caigan sobre ellos y les dejen derramando sobre el pavimento la única blancura suya, la de los sesos, han comunicado al enemigo, el lector de la Biblia, el superblanco, como algunos lo apellidan, su inmundo zangoloteo de vísceras, y les han creado los ritmos bestiales con los cuales en Nueva York ahora se despierta, se vive el día y se duerme.

Isadora se ha salido de la enorme sala de charleston que se ha vuelto el mundo, en buena hora, y con no sé qué elegancia de visitante pulcro que, cuando ve borrachos a los señores de la casa, abre la puerta y se desliza (Gabriela anda por el mundo, p. 118).

El trozo que cito se ampara (cínicamente, a mi modo de ver) en la relación que el linchamiento establece, con fines homicidas, entre raza y sexualidad. Para hablar más en concreto: entre la negritud, la sexualidad, y el crimen. (Recordemos que la segregación es un sistema legal.) El pasaje está lleno de resonancias con las ideas sobre el emparejamiento o “uniones” de miembros de razas supuestamente opuestas, como lo vimos en el Vasconcelos de La raza cósmica. Estas resonancias volverán a hacer eco en los comentarios de Mistral sobre el matrimonio interracial, que discutiré más adelante.

Hay que dejar muy claro que el texto “Primer recuerdo...”, aunque en principio es sobre Isadora Duncan, invierte gran parte de su tiempo textual en la descripción de un objeto odiado, el cuerpo de Josephine Baker. Igual que la imagen del negro en los primeros párrafos es la de un cuerpo destrozado, aniquilado, abierto violentamente de tal modo que se le quita, por así decirlo, la “única blancura suya” que ha intentando robar por medio de la supuesta violación de la mujer blanca, de igual modo el cuerpo de Josephine Baker queda desmembrado textualmente para despojarlo de cualquier reclamo a la blancura, entendida como “arte”. Finalmente, quiero puntualizar que el criterio estético es el que autoriza todas estas operaciones; en especial, la idea de la “fealdad”, implícita en las palabras “mona”, “bestia”, “fétido”, etc., con las cuales se describe a Baker y a la danza afroamericana.

Este racismo homicida de “Primer recuerdo...” tiene que repensarse una vez que Mistral visita las islas hispanohablantes del Caribe y el Brasil. Luego de estos viajes, en la década del treinta, la persona de descendencia africana se convierte en objeto del saber, en tanto hay que incorporarlo a ese “todos nosotros” del americanismo. En una carta a Alfonso Reyes, de 1933, escribe Mistral: “Me descansé en el calor de Puerto Rico entre gente muy buena y muy llana, conociendo una zona de nuestra raza que me ignoraba: el español de la América, suavizado por la tierra y por las virtudes de allá, y el mulato y el negro diferentes, y tanto, de nuestro mestizo y nuestro indio (pero me hacía falta el indio, Alfonso)”15. La presencia de un sujeto negro latinoamericano complica el asunto binario del mestizaje y la ideología del “todos somos mestizos” que Mistral adoptó de México. La voluntad de saber y la voluntad de poder se manifestarán ahora a través de la exotización y sexualización del sujeto negro. Este aspecto se ve muy claramente en la correspondencia con Lydia Cabrera.

Ya hemos visto la sexualización del sujeto negro, de modo negativo, en el ensayo “Primer recuerdo de Isadora Duncan”. Mistral asume una postura distinta cuando se trata de una negritud latinoamericana. En el intercambio con Cabrera, Mistral menciona la colección de cuentos de Cabrera, Cuentos negros de Cuba, en repetidas ocasiones. Como se sabe, según Lydia Cabrera ella escribió los Cuentos... para “entretener” a Teresa de la Parra, mientras ésta convalecía en Suiza de una tuberculosis de la cual moriría poco después16.

Verificamos una doble intención de parte de Mistral en este epistolario. Quería participar en dos circuitos de deseo. El primero es el lazo que unía a las dos amantes. La distancia fatal impuesta por la enfermedad se alivia por el discurso racial que viaja, que fue escrito para llenar las horas “excesivas” de “ocio” que Parra tenía que matar en el sanatorio. El aspecto del ocio y la atracción por el discurso racial me interesan mucho. Sabemos que Mistral siempre se concebía a sí misma como un sujeto del trabajo, fatigado y necesitado económicamente. Sin duda que la pareja aristocrática Cabrera-Parra ejercía gran atracción sobre ella; representaban el ocio y un tiempo literario ininterrumpido por los mundanales reclamos del trabajo por paga. Además, no me cabe ninguna duda que la negritud está ligada al trabajo que no tendrá que hacer la escritora; la negritud es la fuente de la literatura; sabemos que los “informantes” de Cabrera eran sus sirvientes.

En las cartas a Cabrera, el erotismo lésbico queda inscrito como una serie de fantasías raciales cuyos protagonistas son los “negros”. La primera carta abre con esta referencia racial, que apunta a un discurso compartido: “Cara Lydia: No te he olvidado y Connie también te piensa siempre, ambas –créelo– con un deseo dulce de saberte un poco feliz pero no sólo con los negros...”17. Aquí el discurso racial se esgrime en un contexto “privado” o “íntimo”, y su propósito principal es erotizar el epistolario. Circula entre dos parejas que “entienden”, que se saben parejas amorosas o románticas. Esto lo demuestra esa conexión que la apertura convoca entre la “felicidad” y un grupo algo abstracto de “negros”, que también protagonizan la obra en concreto de Cabrera, y vienen a representar la cifra de “lo cubano”. En el momento en que se escriben estas cartas, esta obra no contaba con la extensión pasmosa de hoy; no se había convertido, propiamente, en una obra antropológica o etnográfica. Era una obra literaria.

En el siguiente trozo, que vale la pena citar en toda su extensión, Mistral trata de explicarse en torno a estos deseos, textualizados como un deseo por una negritud dócil y abundante:

Yo te quiero mucho; aunque me calle: he tenido mudanzas, carterío enorme atrasado, dolencias y ahora el conflicto de la gente nuestra atascada en Francia sin dinero. Creo irme, no sé cuándo ni a dónde. Tengo –desde hace meses– un deseo violento de campo; haré todo lo posible por irme a un lugar de muy poca gente, de lengua extraña y que me permita vivir con –vacas, pastos y gallinetas–. Me da mucho pudor el pedir; a veces tengo el ímpetu de tentar la aventura grande y echarme sin empleo fiscal hacia una tierra americana semi-tropical a ser granjera. ¿Sabes que Bernanos, desesperado, se ha ido al Brasil y vive, país adentro, en una tierra linda y bárbara, comprada a 200 francos la hectárea? Me da pena haberte hallado esta vez muy ciudadana, muy señora francesa de Lyon o Blois, porque creo de más en más que un campo con negros brujos, bananos y piñas son la solución tuya como la mía. Ojalá pueda yo ofrecerte en tiempo más, una cosa así, sin frío europeo, sin blanco decadente y llena de las tantas bestias de tu [ilegible]
Te lo diría en cuanto lo tuviese. Connie se allana a cargar con los papeles consulares, a dejarme dormir y a entregar mi felicidad a los negros, a las negras, y a la hierba. No tomes esto a desvaríos y a la neurosis de la guerra: me lo tengo muy pensado (p. 74).

Aquí la gente negra entra a competir con las mujeres y los indígenas como representantes de un tiempo arcaico antes de la “modernidad”. Sin embargo, existe una diferencia bastante importante: la gente negra es parte de un espectáculo, y está en una relación directa con Mistral como sujeto individualizado. Esta relación es lúdica y onírica, y evidentemente erótica, máxime si se toma en cuenta que el trozo repite la conexión ya establecida entre la felicidad y el “negro”, entre la felicidad y el ocio, entre la felicidad y el dinero, y así sucesivamente.

Las mujeres y los indígenas, por el contrario, siempre son sujetos del trabajo, siempre son utilitarios y productivos. Rinden trabajo y niños. Mistral escribe que se quiere mudar a Brasil porque así puede trabajar menos y vivir mejor. Allí tendrá más tierra, más tiempo para la escritura, y más placer. El placer lo vemos en la descripción de una actividad inútil, el retozar en la hierba, junto a la gente negra, que aquí funciona como fetiches. En este trozo, Mistral se pone del lado del “ocio”, un ocio racializado; lo cual contrasta con la mención de “Connie”, su compañera. Connie y el trabajo van de la mano. Connie le arregla los papeles a Mistral y le administra sus asuntos, como todas sus “secretarias”, que así se llaman en el récord oficial. La pareja femenina es el epítome del orden social, de la utilidad, y habita el afuera del deseo. Cabrera y Parra representan una pareja muy distinta, en parte porque se intercambian el discurso de la entretención, el discurso racial.

Hablé de dos circuitos de deseo. El segundo es la voluntad de Mistral de autorizar con su propia firma el libro que Cabrera ha escrito, incorporarlo al archivo maestro de América. Mistral se ofrece a publicarle los Cuentos negros de Cuba en Chile, y ofrece escribirle un prólogo. De hecho, Mistral regaña a Cabrera porque no ha “trabajado”, que en este caso significa que no se ha apresurado a publicar los Cuentos... al español: “¿Por qué no escribes? ¿Cuándo vas a seguir lo comenzado? ¿Quieres que en Chile te den los Cuentos negros? Ponlos en varias copias a máquina y cuando sepas mi paradero me los mandas. ¿Oyes? ¿Oyes bien? El español es un suicida de oficio, pero yo espero aún que tengas tres gotas de indio y que éstas te salven”. (p. 74); “Y yo quiero que tú salgas por fin con esa traducción de los Cuentos al español. Es una villanía quedarse con ese libro sólo en francés, ¿oyes? El prólogo mío, que creo que te ofrecí, está seguro” (p. 77). Notemos la conexión entre el trabajo y el “indio”: es la que hará que Cabrera ponga el libro al español, para convertirse en una intelectual y escritora latinoamericana en propiedad. La negritud representa todo lo opuesto: indolencia, placer, y objetos con que suplementar el tiempo ininterrumpido del ocio.

Sylvia Molloy ha demostrado que el intercambio de cartas entre Cabrera y Parra, donde incluye tangencialmente a Mistral, es un intercambio que se basa en un código lésbico. Mistral le manda estas cartas, con estas referencias raciales chocantes, a un destinatario lésbico. Hay que notar la ausencia de censura en esta correspondencia (“no tomes esto a locura o a las neurosis de la guerra: me lo tengo muy bien pensado”). La lesbiana, con la cual se construye ese lazo secreto y constituido por la experiencia del miedo, se convierte en la receptora de un discurso imposible de enunciar de este modo en otros géneros discursivos. De veras es asombroso que sea Cabrera precisamente quien reciba estas declaraciones. Como se sabe, Cabrera se convirtió en la autora de libros seminales sobre el “folclor” y las religiones afrocubanas. Mistral da por sentado, al parecer, que el hombre negro y la mujer negra, o lo que ella piensa que es la “negritud”, constituye un puntal de deseo para ambas18.

Con toda probabilidad, en vez de encontrarse con quien llamara “el negro magnífico” (p. 77), en calidad solitaria de objeto, Mistral se encontró con comunidades negras, en el país más negro del hemisferio, Brasil. Mistral, que siempre se preció de pertenecer a una selecta minoría intelectual, en ese momento se encontró en minoría racial. De ningún modo podía consignarse al negro a una posición de remanente folclórico o sujeto solo en Brasil, convertirlo en el negro mítico. Tenemos entonces que todos los comentarios sobre Brasil posteriores a este momento, que viene a ser la década de los cuarenta, son negativos. La retórica del mestizaje se transforma en una acusación estridente y obsesiva de “xenofobia”, dirigida a un generalizado y delincuente “mulataje” brasilero. Nos habíamos topado con esta palabra en el ensayo “El tipo del indio americano”. Ahora podemos examinar la emergencia más definitiva de este concepto y con ello, evaluar las implicancias de la “defensa” del mestizaje en un alcance mayor que el que se acostumbra.

La narrativa racial que hace Mistral del Brasil se centra en la muerte del sobrino de Mistral, Yin Yin; para todos los efectos, su hijo. El muchacho se suicidó cuando aún era un jovencito. Esta historia se transforma en un relato de un asesinato racial, en donde a Yin lo mata una banda de niños negros por ser él blanco:

Al llegar la Navidad, la banda que lo perseguía en el Colegio llegó a mi casa, entera, los 4. Tuve el coraje de preguntarles por qué habían matado un ser tan dulce y tan noble amigo para c/u de ellos. Y ésta fue la respuesta:

–Nosotros sabemos que la Señora sigue pensando en eso pero eso tenía que pasar. Salté en mi silla y le respondí: ¿por qué “tenía que pasar”?
–Porque él tenía cosas de más.
–¿Qué tenía de más ese niño al cual yo tenía que engañar para que saliese conmigo diciéndole que yo iba a comprar zapatos y ropa para mí?
–Él tenía el nombre suyo de él y el nombre suyo de escritora que le daban prestigio. También él era blanco de más.
–Villanos, les dije: él no tenía la culpa de ser blanco ni de que Uds. sean negros19.

Nos encontramos con la otra cara de la moneda, de la fantasía racial del exceso. Aquí, se rompe la díada madre-niño. El “mulataje” es el responsable por la desaparición de la familia (blanca). El mulataje destruye la armónica mezcla del mestizaje y con ella la familia nacional. El sujeto negro es excesivo, nuevamente, pero esta vez es violento, criminal, y cínico. En la versión de Mistral sobre el suicidio de su hijo, los niños son malvados; no son los niños “buenos” del americanismo. Dan por razón del “crimen” la importancia de Mistral como escritora. Así se establece el nexo entre la blancura, la escritura, y la fama. El narcisismo de Mistral se junta con un nacionalismo narcisista; y esto en el marco de un gobierno cuyas políticas de inmigración y de blanqueamiento son bien conocidas (Skidmore). Foucault explica que en el biopoder, la guerra entre las razas se reemplaza por el racismo de estado, y que éste último se caracteriza por un impulso homicida y suicida de purificar la raza al exterminar a algunos de sus miembros. Yo pienso que esta lógica se ve en el horrendo relato de Mistral.

He citado el trozo de una carta a Alfonso Reyes, puesto que él era un interlocutor privilegiado. Quiero apuntar hacia una continuidad entre la carta sobre el Caribe, este recuento del suicidio de Yin, y unos comentarios sobre la inmigración con los cuales cerraré este trabajo. Sin embargo, pienso que es importante anotar que Mistral incluyó este incidente inventado como parte de su Oficio Consular de ese año. Así que allí figura como parte del récord oficial de la República de Chile (Teitelboim, p. 214).

Quiero explicarme un poco más. Mistral piensa que la muerte de su niño la causó un exceso, de gente negra a su alrededor. El niño está solo, y es un sujeto acosado (como se percibe a sí misma Mistral). Los niños negros son cuatro. El motivo del crimen es la blancura de Yin, y el privilegio de la madre-escritora. La reconstrucción de la muerte de Yin es profundamente narcisista. Ella es el centro de la narrativa, la razón del asesinato, y la fuente de blancura. La relación que importa en la narración es la de ella con los niños; Yin, el niño muerto, ocupa una posición secundaria por completo. La muerte del hijo, según su visión racista, es el resultado de un desbalance de poder a favor de sujetos marcados como criminales violentos, porque son negros; matan a Yin por ser blanco. No hay otra lógica aquí que la del racismo. Encuentro escalofriante el hecho de que la anécdota transcurra en la escuela, que los que cometen en crimen sean escolares, y que la víctima sea un estudiante. Y que el estudiante sea el hijo de Mistral.

Para evitar pensar que la acusación de xenofobia contra el Brasil se limita a la correspondencia de Mistral y allí habita un espacio privado y extraoficial, quiero hacer referencia al menos a uno de los textos “públicos” de Mistral. He aquí un trozo de un discurso dictado por Mistral en 1956, poco antes de su muerte, “Imagen y palabra en la educación”:

Llega el extranjero a veces por haber leído en un periódico que el país tal precisa de gente especializada en tal o cual rama, o llega meramente por disfrutar de un clima aconsejado para su salud, y ocurre que un día cualquiera aparece un cadáver en un apartamento o en una calle, y la ciudad sabe que aquella criatura inofensiva, celebradora del hermoso suelo que lo sustenta, ha sido eliminada sin razón alguna, sólo porque se trata por una antipatía grotesca hacia un rostro blanco y unos ojos azules. La investigación se abre, y cuando se halla al matador o al cómplice, éste suele declarar sin escrúpulo, y a veces con el orgullo de haber eliminado al extraño, que ese hombre “era blanco de más”. Yo os relato aquí una experiencia mía, de deudo mío y la doy sin nombre de país por respeto a nación, que es latinoamericana.
[...]
Yo hablo por muchos que no pueden hablar, y hablo porque es necesario que en tales regiones del mundo se añada a los códigos el delito, a la vez desconocido y frecuente, de la xenofobia. Y no doy ni daré el nombre de tales patrias, porque lo que me interesa, como a mera cristiana, es que desaparezca del mundo, por fin, el delito racial, el crimen a causa de la piel clara u oscura, o del simple hecho de hablar en lengua extranjera (Magisterio y niño, pp. 195-196).

El trozo se ampara en la misma ambivalencia en cuanto al supremacismo blanco que examiné en torno a la supremacía blanca legal en el texto “Primer recuerdo de Isadora Duncan”. Mistral habla de delitos raciales, pero, en vez de tomar como ejemplo crímenes cometidos en contra de las poblaciones indígenas o negras, que son los blancos obvios del odio racial, ofrece como ejemplo de la llamada “xenofobia” el crimen que ella ha inventado en torno al suicidio de Yin. El sujeto culpable es ahora un país entero, marcado como negro, latinoamericano, criminal, y no-hispanohablante. En otras palabras, Mistral ha definido a un país completo como “criminal” en base a las marcas identitarias que he enumerado, nada más. Estamos, repito, ante la lógica del racismo supremacista. Y en esta escena terrible de cuasi-extinción, Mistral se convierte en una figura alegórica: es el destino (acosado) de Latinoamérica.

Antes de terminar, quiero retomar el tema de la reproducción, siquiera brevemente. Antes lo habíamos visto en conexión a la mujer indígena. Recordemos que dicho sujeto pasó a ser, de denigrado y feo, un receptáculo bello. Otro tanto le sucedió a Mistral; si hemos de creerle, sufrió tormentos y denigraciones en Chile, para transformarse en ícono una vez que se encontraba fuera de los límites nacionales.

Las capacidades reproductoras de la mujer son inseparables del asunto de la inmigración, otra de las obsesiones de Mistral. Por ejemplo, en el ensayo “Sobre la mujer chilena” (1946), Mistral pasa por un catálogo completo de las oleadas de inmigración a Chile, distinguiendo las “mejores” de las “improductivas”. Insiste en la diferencia racializada y en las buenas y malas mezclas. Esta insistencia un tanto asombrosa se repetirá como una especie de paranoia, que a veces se convierte sencillamente en un nacionalismo narcisista. El ensayo “Sobre la mujer chilena” interesa sobre todo porque ahí se ve nítidamente que la mujer no es un sujeto homogéneo en el biopoder (Stoler); la mujer es un sujeto racializado, y las diversas mujeres ocupan lugares jerarquizados en su función común de reproducir a la nación. Más que una noción sentimental sobre la maternidad, o un escudo para protegerse de habladurías en torno a la ausencia de reproducción biológica en su caso, la reproducción en Mistral se trata de jerarquías y más, de jerarquías raciales.

Sugiero que es éste el contexto en el cual hay que aproximarse a la adopción mistraliana del concepto del mestizaje mexicano. Se piensa que Mistral fue la primera chilena que defendió al mestizo, y la primera que abogó por una mejoría en las vidas de la gente indígena. El mestizaje supuestamente está ausente del discurso chileno sobre la nacionalidad. Lo que se le escapa a este lugar común es entender que la idea de una personalidad chilena o de lo chileno es en sí un proyecto racial (Omi y Winant). Las alianzas de Mistral con los privilegiados raciales tienen una genealogía20. No es la primera vez que se eleva al mestizo chileno como herramienta de construcción nacional. Lo que sucede es que estas alianzas están totalmente borradas y silentes. (Aquí vale la pena recordar el silencio, que es el silencio del secreto a voces, en torno a la sexualidad de Mistral.) El retrato binario del mestizaje estatalizado no deja ningún espacio para abordar la heterogeneidad racial de Latinoamérica, y requiere por fuerza que se elimine a ciertas comunidades. No se trata de un discurso de homogeneidad racial como linaje europeo puro, tal vez la fantasía de un Rodó; a veces se entiende así el racismo blanco latinoamericano. Se trata de mezclas raciales que compiten entre sí y se solucionan a través de lógicas binarias.

Aunque el discurso de Mistral apunte hacia la noción de heterogeneidad racial, existen documentos que nos sugieren que a Mistral podía perturbarle mucho la verdadera heterogeneidad racial. Creo que sólo llegó a sentirse más o menos cómoda con el binario del mestizaje estatalizado. En una entrevista con Salvador Novo (1948), vemos una instancia de esta tremenda incomodidad, además de la sensación de importancia de la propia Mistral, al pretender dirigirse nada menos que al Presidente de México en ese entonces, Miguel Alemán:

Y entonces escuché de sus labios un alegato que transcribe y suscribo con el mayor fervor:
“Hay una cosa –dijo– que es la más importante que yo quisiera decirle al Presidente Alemán: una situación grave y peligrosa, dolorosa, por la que atraviesan los mexicanos que van a trabajar a California. Es urgente y necesario que esa situación se atienda.
Gabriela Mistral reside en Santa Bárbara, California –Estado de la Unión– cuyas leyes, con todas sus letras, prohíben el matrimonio de mexicanos –colored– con blancas. Cuando suceden, se tienen por nulos y se sancionan. Pero no suelen ocurrir. Llegan los furgones de ganado cargados con trabajadores mexicanos. Hombres solos, a residir en barrios especiales y discriminados. Y el único contacto que se les permite es con negras, feas, de la peor raza. Al correr de los años, toda la región hierve ya de criaturas mestizas de negra y mexicano, que van degenerando y borrando la fina raza mexicana.
¿Por qué, en nombre de Dios, no les dejan a los mexicanos llevar consigo a sus mujeres?”
[…]
Connie nos escuchaba, y adujo nuevos, dolorosos ejemplos de esa trágica situación.

Lo más evidente de este trozo es que Mistral ve salirse de sus manos la cuestión de la reproducción nacional y en especial del mestizaje oficial. Este “sexo” entre hombres mexicanos y mujeres negras es inaceptable, sobre todo porque se producen vástagos híbridos que no son niños americanos21. (Nótese la descripción de la mujer negra como “fea”, y la palabra “mestizo” para designar a estos niños.) Sin embargo, detrás de la denuncia racista se esconden otros asuntos. Primero, Mistral le habla a Novo, también prototipo del “escritor nacional” y como ella, un “raro” algo público. Novo era gay y además empleado del Estado; casualmente, del Ministerio de Educación. Segundo, la anécdota concluye con la mención de “Connie”, la misma compañera que aparece en la correspondencia a Lydia Cabrera. Tenemos a un triángulo de homosexuales que discute la posible desaparición de la raza mexicana, causada por una negritud fuera del alcance del estado; o en específico, por mujeres negras, la pareja errónea para el hombre mexicano. Ellos deberían llevarse a “sus” mujeres; estas tienen una función, que es la reproducción; la reproducción tiene un fin, que es el producir a los mejores sujetos nacionales, que son los mestizos. Ninguno de los tres ha traído niños al mundo, y mucho menos mestizos. Recordemos que el niño de Mistral es tan blanco que muere por ello. Entonces, ¿a qué viene la pareja lésbica aquí? ¿Tendrá algo que ver con el sitial de Mistral, como receptáculo sellado de la raza? Cuando se refiere a las mujeres negras como “feas, de la peor especie”, ¿no se opone ella acaso como repositorio de la belleza, merecedora de supervivencia, el producto exitoso de la “selección estética” de Vasconcelos? Las criaturas que “hierven”, que no cumplen con el criterio del gusto, ¿no será que no son la imagen de Mistral, en su proyección narcisista?

La marca de la raza, hipervisible en una sociedad racista, puede cruzarse con esos deseos heterodoxos prohibidos, supuestamente invisibles en una sociedad homofóbica. Tenemos en Mistral un ejemplo para contrarrestar esa idea de que la expresión del deseo prohibido, aquí un deseo lésbico, conlleva automáticamente un gesto liberador o solidario. Mientras que ciertos discursos poéticos y propagandísticos de Mistral celebran a la madre y al niño abstractos del discurso americanista, otros géneros discursivos (Bakhtin) empleados por Mistral no dejan ninguna duda de que no todos los niños y no todas las madres pueden aspirar a ser niños y madres americanos. No hay por fuerza una alianza entre sujetos oprimidos racialmente y sujetos oprimidos sexualmente; en nuestro caso más específico, no hay alianza necesaria entre “mujeres” o “madres” tampoco. Esas categorías homogéneas de “lo femenino” están desacreditadas. El discurso del “mestizaje”, visto demasiado ingenuamente como si de veras fuera humanitario y justo, esconde en vez un nacionalismo narcisista feroz y brutal, en donde el asunto de la reproducción pesa bastante. Hemos visto, no sólo las contradicciones de Gabriela Mistral, sino también el costado violento del discurso americanista, y en ambos, la reproducción del Estado racista y homofóbico.

En Revista Nomadías Nº 3, Santiago. Universidad de Chile, Facultad de Filosofía y Humanidades, Programa de Género y Cultura, Editorial Cuarto Propio, 1998.

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Notas

1 Consúltese las antologías críticas de Bergman y Smith, Balderston y Guy, y Molloy e Irwin.

2 El lector interesado puede consultar la monumental bibliografía preparada por Patricia Rubio. Según Rubio, la gran mayoría de las citas consignadas provienen de la fascinación con la biografía de Mistral.

3 Veáse el interesante estudio de Nancy Leys Stepan sobre la eugenesia en América Latina. Ella resume la relación entre la raza y la pertenencia nacional del siguiente modo: “The desire to ‘imagine’ the nation in biological terms, to “purify” the reproduction of populations to fit hereditary norms, to regulate the flow of peoples across national boundaries, to define in novel terms who could belong to the nation and who could not–all these aspects of eugenics turned on issues of gender and race, and produced intrusive proposals or prescriptions for new state policies toward individuals. Through eugenics, in short, gender and race were tied to the politics of national identity” (p. 105).

4 Resulta interesante yuxtaponer a esta discusión el artículo de Elizabeth Rosa Horan, “Santa Maestra Muerta: Body and Nation in Portraits of Gabriela Mistral”.

5 La carta, con fecha del 10 de enero de 1923, se encuentra en el Archivo del Escritor de la Biblioteca Nacional de Chile. El subrayado es mío.

6 Ver el estudio de Asunción Lavrin. Ahí podrá constatarse que el lenguaje de la reproducción y del cuidado del niño ya se había convertido en un lenguaje altamente burocrático e impersonal para la época en que escribe Mistral.

7 Ana Pizarro, “Mistral, ¿qué modernidad?” en Re-leer a Gabriela Mistral: mujer, literatura y sociedad, eds. Gastón Lillo y Guillermo Renart. Ottawa and Santiago, University of Ottawa-Editorial de la Universidad de Santiago, 1997, p. 49.

8 Pizarro menciona el cambio en la actitud supremacista de Mistral luego de su visita a México. Sin embargo, escribe: “La mirada cambia, desde luego, en México, y se reafirmará en el Brasil en un periodo en que Gilberto Freyre y Sergio Buarque de Holanda habían realizado la reconsideración fundamental de la cultura negra” (p. 49). Como se verá en lo que sigue, mi análisis del cambiante discurso racial de Mistral se inserta dentro del marco de la normalización. No lo veo como un cambio a favor del humanitarismo. Esta también es mi postura en torno a los trabajos de Freyre y Buarque de Holanda. En lo que atañe a Mistral, como se verá, sus ideas racistas no cambiaron y en todo caso, adquirieron una dimensión homicida. Este racismo peligroso se cristaliza sobre todo en las referencias al Brasil.

9 Notemos que la descripción de Mistral como “india” o mestiza es común en casi todo lo que se escribe sobre ella.

10 Me concentro en Vasconcelos, pero no quiero sugerir que él fue el único practicante de esta ideología, ni mucho menos su autor. Para una introducción a la genealogía del concepto del mestizaje en México, ver Alan Knight, “Racism, Revolution, and Indigenismo: México, 1910-1940”. Recordemos nuevamente que Vasconcelos reclutó a Mistral, durante su estancia breve pero sumamente influyente, como Ministro de Educación del recién formado estado posrevolucionario.

11 “We define racial formation as the sociohistorical process by which racial categories are created, inhabited, transformed, and destroyed”; “[W]e argue that racial formation is a process of historically situated projects in which human bodies and social structures are represented and organized”; “Racial projects do the ideological ‘work’ of making these links. A racial project is simultaneously an interpretation, representation, or explanation of racial dynamics, and an effort to redistribute resources along particular racial lines”(Omi and Winant, pp. 55-56).

12 Ver Fernando Ortiz, Contrapunteo cubano del tabaco y del azúcar. George Yúdice elabora en estos momentos un estudio de la “transculturación” desde el concepto de “gubernamentabilidad” de Foucault.

13 Es un tema muy extenso pero, para empezar, además de Nancy Leys Stepan, puede consultarse a Richard Graham, ed., The Idea of Race In Latin America 1870-1940, donde se ofrecen varios ejemplos de esta preocupación por las mezclas “correctas” e “incorrectas”; también ver Thomas E. Skidmore, Black Into White: Race and Nationality in Brazilian Thought. Para un análisis del tema desde la literatura, ver el lúcido trabajo de Doris Sommer, Foundational Fictions: The National Romances of Latin America.

14 Veáse la excelente lectura del texto “Primer recuerdo de Isadora Duncan” que hace Alberto Sandoval en “Hacia una lectura del cuerpo de mujer”.

15 Carta a Alfonso Reyes, 31 de julio de 1933 (Tan de usted, p. 84).

16 Digo “entretener” porque esta es la palabra exacta que utiliza Cabrera. Ver las entrevistas con Rosario Hiriart (1978) y Nedda G. de Anhalt, entre otras.

17 Carta sin fecha; pertenece al periodo donde Mistral estaba de cónsul en Francia, últimos años de la década del treinta (Hiriart, 1988, p. 73). Todas las cartas a Cabrera que cito pertenecen a esta edición; ninguna tiene fecha. En adelante citaré por página.

18 Esta observación me lleva a la pregunta de si Cabrera y Parra compartían el imaginario racista de Mistral, y si esto en algo tuvo que ver con la gestación de los Cuentos negros de Cuba. Me parece que sí, pero no cuento con el espacio para abordar este tema aquí.

19 El subrayado es de Mistral. Carta a Alfonso Reyes, 1954 (Tan de usted, p. 218)

20 No da el espacio para tratar el tema, pero baste con mencionar algunas referencias esenciales para el caso de Chile: Néstor Palacios, Raza chilena; Vicente Pérez Rosales, Recuerdos del pasado; Francisco Antonio Encina, Nuestra inferioridad económica. Todos estos pensadores chilenos se amparan en un argumento de índole biológica, donde la mezcla racial impera. Así elaboran la idea de una personalidad chilena y de un destino común chileno. Para poner por ejemplo a Palacios, vemos que él eleva al roto chileno: lo convierte en el chileno genésico. Sin embargo, éste es un mestizo muy particular: es el descendiente de guerreros. Por un lado, de la madre araucana, y por otro, del padre teutón. Aunque se refiera a la “raza mestiza”, este mestizaje representa una suerte de fe fascista en un proceso de decantación de la raza, proceso llevado a cabo por la guerra social y la guerra biológica. También es un mestizaje atravesado por el género. El éxito del mestizaje chileno, según Palacios, se debió a que los teutones hubieran mantenido “pura” a su raza hasta justo el momento en que conquistaran a Chile. Obviamente la raza blanca se ve privilegiada en esta construcción racial, al igual que el poder masculino.

21   En caso de que se piense que Novo exageró la animosidad racial de Mistral, señalo que aparece la anécdota palabra por palabra en la correspondencia a Alfonso Reyes: “¡Y pronto hierve un mulataje en el cual se pierde el rostro indio y esto, esto es lo que allá nombran ‘mexicano’!” Carta a Alfonso Reyes, noviembre de 1950 (Tan de usted, pp. 193-194); el subrayado es de Mistral. A lo cual Reyes respondió: “Muy grave esa condenación de nuestro mulataje de que Ud. me habla. Voy a hablar con la gente adecuada”. Carta a Gabriela Mistral, del 25 de noviembre de 1950 (Tan de usted, p. 195); el subrayado es de Reyes.