Modernidad, racionalidad e interioridad:
la poesía de mujeres a comienzos de
siglo en Chile

Naín Nómez

Escorzo introductorio

El proceso de la modernidad adquiere un carácter destemplado (“desenfrenado” dirá Jocelyn Holt) hacia fines del siglo XIX en Chile (1991, pp. 23-35) Articulada periféricamente al crecimiento desigual, aunque continuo de la economía capitalista occidental, como otros países latinoamericanos, la nación chilena enfrentó procesos bruscos de modernización en un marco tradicional donde las elites mantuvieron costumbres, políticas y economías híbridas. La creciente autonomización del aparato del Estado con cuadros que conformaban un proyecto nacional, el discurso civilizador-ilustrado preconizado por el sector liberal de las elites y la necesidad de inserción del país en el capitalismo mundial apuntalado por una incipiente burguesía y la idea matriz de progreso económico social, contrastaban con una oligarquía terrateniente enquistada en la hacienda y el inquilinaje, un mercado externo reducido a las riquezas mineras y la falta de participación de importantes sectores de la sociedad en la gestación del poder político. Coyunturas históricas como la Guerra del Pacífico, la llamada “pacificación de la Araucanía”, la Guerra Civil de 1891 y cambios radicales en la composición social emergente con el ascenso político de las capas medias y el desarrollo de un proletariado minero y semiurbano, conformaron un escenario que cambió radicalmente a la sociedad chilena con respecto al del régimen portaliano, que se desintegraba hacia 1860. A partir de allí, la idea de progreso debe coexistir con la de libertad y la modernidad adquiere un doble carácter: es real en la medida que se hace discurso modernizador y palanca necesaria del progreso y es ficticia, puesto que implica la incorporación de nuevos actores sociales a los mecanismos de ascenso y poder. Hacia fines de siglo, una coexistencia necesaria pero enconadamente brutal, se desarrolla entre el repertorio ideológico emergente de la modernización positivista amalgamado con un laicismo espiritual y la concepción tradicional del hispanismo oligárquico enraizado en un catolicismo de viejo cuño conservador, produciendo tensiones de carácter político, social y cultural al interior de las fracciones elitarias, hasta ese momento hegemónicas. Sin embargo, la ruptura del orden conservador, no resquebrajó los cimientos político-ideológicos de la dominación oligárquica ni la transformó en un sector capitalista a ultranza. Ésta se las ingenió para convivir con los sectores urbanos empresariales (sobre todo con alianzas familiares), ejerciendo el poder económico junto a los capitalistas extranjeros ingleses y estadounidenses, a través de la intermediación del Estado.

Hacia 1891 el proceso de modernización mostraba los primeros ribetes del desenfreno, cuando liberales de viejo y nuevo cuño se enfrentan en nombre de la modernidad para aniquilarse mutuamente. El discurso de la elite se divide entre lo político (discurso liberal asociado a la modernización del Estado), lo económico (discurso vinculado al desarrollo capitalista y a las alianzas extranjeras) y lo burocrático (sectores independientes del Estado y del Parlamento). Al triunfo de la opción republicana en la Guerra Civil, la elite exacerba la concepción de la política como simulacro y del parlamento como el espacio de la ficción y del discurso. La complejización de la sociedad, el surgimiento de nuevos grupos y la masificación de la economía anuncian el fracaso de la continuidad hegemónica, que sólo se mantiene en el plano económico. Este contexto es sintomático de lo que ocurre en el plano de los discursos culturales, que se caracterizan por la hibridez y heterogeneidad de sus planteamientos, donde se subsumen nacionalismo y cosmopolitismo, campo y ciudad, tradición y modernidad, nostalgia romántica y proyecto positivista, poesía civil neoclásica, desmesura romántica y subjetivismo modernista, en definitiva: modernidad y/o no modernidad.

Los “enfermos sociales” y la loca de la casa

En otro texto hemos analizado el tema del modernismo en Chile y su tardía aparición dentro del sistema literario moderno en el continente. El carácter híbrido del proceso, ya enunciado, y sus representaciones simbólicas, provoca contradicciones no sólo entre grupos y sujetos históricos diversos, sino también dentro de los propios sujetos. Por ejemplo, el cosmopolitismo puede referirse a la asunción de una actitud modernizadora real o a una máscara de lo moderno asumida como moda (el caso paradigmático del chileno Pedro Balmaceda Toro (Jocelyn-Holt, 1991, pp. 24-25), poeta y crítico, que tiene un discurso cosmopolita pero muere aterrado por la modernidad). En otro plano, cuando se trata del nacionalismo, se asume un discurso aglutinador para modernizar el Estado o se rescata la tradición para conservar lo establecido (por ejemplo, estrategia de Estado que acumula fuerzas políticas diversas para afrontar la Guerra del Pacífico o las posturas casi racistas con que se efectúan las celebraciones del Centenario). La tardía instalación del positivismo como modo discursivo ejemplar del proceso de la modernidad en el país, no parece desarticularse jamás de una excrecencia conservadora ligada al catolicismo y al mundo rural, cuyos residuos ideológicos persisten hasta nuestros días. Así, un poeta que caracteriza el tono menor del modernismo chileno, como Manuel Magallanes Moure (1878-1924), quien es centralmente moderno en lo estético, representa simbólicamente la nostalgia por el mundo rural conservador lo que se enfatiza en su perspectiva religiosa y política.

La “cuestión social” que desde la década del ‘80 se instala en el discurso liberal republicano, enfatizada por las corrientes europeas de nuevo cuño, incorpora a los de abajo como sujetos históricos. Convertidos en actores económicos importantes para el proyecto modernizador del Estado, representan un movimiento político independiente de los partidos tradicionales (conservador, liberal democrático, nacional, liberal doctrinario) y se expresan a través de movimientos anarquistas, de periódicos populares y de nuevos partidos masivos creados al fragor del proceso de disolución del antiguo proyecto en los albores del siglo XX. Dentro de las capas sociales emergentes, los sectores populares irán estableciendo sus propias diferencias. Por un lado, una especie de vanguardia proletaria cada vez más politizada que se articula al imaginario del liberalismo progresista civilizador, que aspira a la justicia y a la equidad, que busca su propia representación en la sociedad del momento y que se identifica con una cultura del heroísmo obrero y minero. Este grupo tendrá sus propios portavoces políticos, sociales, culturales. Formará parte del proceso de la modernidad a través de un discurso oral y escrito que describirá su situación desmedrada, criticará los males sociales e intentará cambiar la realidad a través de la educación y la organización. Por otro lado, una concepción extremadamente negativa del bajo pueblo producto de las desigualdades sociales: el de los pobres, los borrachos, los libertinos, los sobornables, en definitiva “los enfermos sociales” que abrazaban una religión sin moral y que debían ser rescatados para la causa justa y noble del progreso.

Enemigos de la modernidad, estos enfermos sociales, los marginales (el lumpemproletariat que hablaba Marx), tienen un relevante rasgo común con las mujeres: están marginados del proceso de cambio de la economía capitalista. Desde el punto de vista de sus derechos, ambos grupos sólo son comparables a los dementes, los procesados por crímenes y los condenados por quiebra fraudulenta. Pero mientras los otros grupos pueden reconstituirse a partir de su cooptación y recuperación genérica (como proletarios, campesinos, pago de deuda social, retorno a la “normalidad”), las mujeres deben naturalizar la propiedad de su situación marginal y de su “desviación”, asumiéndolas como el espacio propio. De este modo, las mujeres no sólo piden igualdad de derechos y participación, sino que reaccionan a las burlas, la descalificación y el desprecio masculino, con organizaciones femeninas de resistencia, que en muchas ocasiones abominan del hombre.

Desde la creación en 1854 de la primera Escuela de Preceptoras, pasando por el grupo de mujeres que en 1875, quiso inscribirse en los registros electorales en San Felipe y siguiendo con el decreto “Amunátegui” de 1877 que les permitió cursar estudios superiores, hasta las primeras sociedades femeninas de fines del siglo, la lucha por los derechos de la mujer se desarrolla en un marco fluctuante de avances y retrocesos, que va creando al interior de las capas medias y proletarias un espacio de lucha y contradicción permanente. Plegadas en ciertos momentos a las luchas reivindicativas de los sectores marginales de la sociedad, las mujeres enfrentaron siempre una doble tarea. Refiriéndose a América Latina, señala Amanda Labarca que “un verdadero afán de emancipación femenina, una necesidad de luchar contra costumbres defendidas por los hombres como punto de honor, empezó en aquellos núcleos influidos por la economía fabril, en el proletariado obrero y, por excepción, entre un grupo reducido de mujeres que –intelectualmente preparadas– bregaban por encontrar abiertas a sus legítimos anhelos los campos todos de la vida contemporánea” (1947, p. 42) Hacia fines de siglo en Chile, la mujer empieza a encontrar un lugar en algunas profesiones que se consideraban aptas para su sexo: administración, fábricas, educación, e incluso la medicina. Se nombran las primeras directoras de liceos y estos se democratizan recibiendo también mujeres. Además de las movilizaciones por sus derechos, se publican periódicos obreros femeninos como La Alborada entre 1905 y 1907 y La Palanca de la Asociación de Costureras de Santiago. Con la visita a Chile de la catalana Belén de Zárraga entre 1913 y 1914 (a quien la poeta Teresa Wilms Montt conoció y apoyó en Iquique), se produjo una verdadera explosión feminista que escandalizó a la elite nacional. Doña Belén condenaba el papel de madre y esposa sumisa de la mujer, así como el autoritarismo moral de la iglesia. Con su discurso anticlerical ayudó a formar los Centros de Estudios Sociales que fueron un espacio importante para las ideas feministas en Chile. En esta labor colaboraron también Luis Emilio Recabarren y Teresa Flores, que formaron varias asociaciones femeninas y apoyaron la participación de las mujeres en las organizaciones anarquistas y socialistas de la época. Las primeras protestas públicas por la situación de la mujer se iniciaron en 1905 y terminaron en masacres. La reacción de las elites no se hizo esperar y en 1911 un grupo de mujeres católicas crea la Liga de Damas Chilenas cuyo objetivo es la censura teatral, aunque también se ocupa en 1913 de protestar contra la visita de Belén de Zárraga. En 1916 y también como proyecto de sujeción de las elites surgen los Clubes de Señoras. En 1919 se creó un Consejo Nacional de Mujeres que elaboró un proyecto sobre derechos civiles y políticos, el cual sirvió para enfatizar la “cuestión femenina” y proponer mejoras en su situación laboral y cultural. Recién en 1925 se le concedió a la mujer derechos familiares y patrimoniales, sólo en 1934 el derecho a sufragio en elecciones municipales y en 1949 el derecho a sufragio universal. Existen aún hoy una serie de desigualdades ante la ley, las costumbres, las instituciones y los hábitos que se han naturalizado en el imaginario cultural del país.

La poesía de mujeres a comienzos de siglo

En este contexto se produce también una especie de campo “natural” para la limitada literatura de mujeres, especialmente la poesía, considerado desde siempre un género más “esencialmente” femenino. Desde esta perspectiva, se produce y reproduce un cuantioso desarrollo de literatura de mujeres en el país a comienzos del siglo XX. En gran medida, este caudal de textos imita y mimetiza la literatura de hombres sin llegar a convertirse en una literatura con rasgos propios. La escritura de mujeres, que durante siglos estuvo constreñida a discursos íntimos y privados como el Diario de Vida, la Autobiografía, el Testimonio, las Epístolas y los Pensamientos, busca ahora comunicarse con los otros y especialmente con las otras. Emerge en periódicos y arengas como protesta genérica doble: contra la represión sexual y económica, pero también como discurso reprimido desde siempre. Docenas de mujeres hacen versos, pero son pocas las que cuestionan el discurso del poder o del canon. Sin embargo, el emergente proceso de modernización capitalista requiere para su instalación de un nuevo empuje del campo cultural-educativo, cuya materialidad es también una forma de capital que se amplía hacia las capas medias y obreras constituyéndose en un primer foco de instrucción de masas. Se multiplican las escuelas, las universidades, los periódicos (en 1914 llegan a 531 en el país). Aparece la crítica cultural en las revistas (Zig Zag vende en 1905 alrededor de 100 mil ejemplares) y se universaliza el transvasije de intelectuales. La competitividad del intercambio productivo en el campo cultural moviliza no sólo a los escritores, sino también a los críticos, los académicos, los editores, los pedagogos, los antologadores y los jurados. Autonomía del objeto y autonomía de la subjetividad coinciden en el nuevo orden capitalista. La literatura, como las otras artes, se hace saber especializado, se idealiza de la competitividad y la explotación material al autonomizarse de las otras prácticas sociales, pero también queda secuestrada en el limbo de su propia inutilidad (Catalán, 1985, pp. 69-140). En este proceso de masificación cultural y relativa autonomización desde la política, la mujer es incorporada como consumidora y por ende, también como productora, aunque su trabajo no corresponda a ninguna práctica social seria ni útil.

Así es como la poesía de mujeres de comienzos de siglo, se entroniza y difumina en forma residual con el proceso de la modernidad y los modos discursivos ejemplares de la época. Con la excepción de los textos de Gabriela Mistral, cuya crítica se ha renovado en los últimos años, la mayor parte de las poetas pasaron desapercibidas para un campo cultural que relevó las obras de vanguardia. Las “identidades tránsfugas” (para usar un concepto de Adriana Valdés) de Teresa Wilms Montt, Winétt de Rokha, María Monvel, Olga Acevedo, María Antonieta Le Quesne, Miriam Elim y otras poetas se pierden en el imaginario simbólico de un modernismo atemperado como el chileno y en un aparato crítico que tiene como epígonos a Pedro Nolasco Préndez de El Diario Ilustrado, a Omer Emeth (Emilio Vaisse) de El Mercurio, a Hernán Díaz Arrieta (Alone) de El Mercurio o a Raúl Silva Castro, los cuales con ligeras variantes mantienen el poder de la crítica desde bastiones conservadores y misóginos.

Aspectos que la crítica cultural feminista y femenina han visto como cruciales para determinar el valor, la importancia, la jerarquía y el propósito de ciertas producciones literarias realizadas por mujeres, fueron consideradas por la recepción crítica de la época como defectos, ingenuidades, falta de rigor y de estilo. Al respecto, Omer Emeth señalaba en El Mercurio en 1923, refiriéndose a los textos de Mistral:

Gabriela Mistral, a menudo, escribe mal. Llamo yo escribir mal al escribir oscuramente... otro defecto es a la vez, de fondo y forma: el prosaísmo (accidental, es cierto) de algunas composiciones pedagógicas... y también cierta uniformidad, cierto monocordismo en la desolación.

Y en cuanto a Pedro Nolasco Cruz, ésta es su opinión sobre la poeta:

Gabriela Mistral ganaría si indicara con más claridad la causa de su dolor. Se parece a aquellas personas absortas y constantemente ocupadas en un asunto, que hablan de él a los demás sin explicarlo, como si fuese muy conocido... En cuanto al idioma... lo maneja con dificultad, como un instrumento que no conoce bien. La frase no corre, el giro es enrevesado, el vocabulario es muy reducido y no escogido, el término propio falta a menudo (1940, pp. 324-326).

Frente a esta recepción que tautologiza y mimetiza los textos, habría que considerar al menos el carácter potencialmente distinto que opera en la productividad poética de mujeres, en términos de la polisemia que se proyecta hacia las fronteras de los sistemas racionales. Desde allí se despliegan una serie de rasgos específicos, como lo corporal ligado a los impulsos psicosomáticos, el sujeto como lugar de dispersión de la identidad, el discurso incoherente y balbuceante que se homologa a la fractura del sujeto, o la libertad excursiva, fragmentaria y disgresiva que connotan la diferencia. Al respecto, Adriana Méndez señala que:

 ...la literatura de mujeres refuta los conceptos de texto, tiempo y tradición. Ante un continuun de obras y autores, desarrollados como una temporalidad entre generaciones que une la tradición del canon con la renovación, la poética femenina no tiene clausura, es difícil de seguir, se lanza al vacío, es recurrente y desenvuelve el ritmo del deseo y del placer. Instala la dispersión y la fantasía, quiere empezar por todos lados a la vez, veinte, treinta veces. No excluye los términos opuestos, invita al intercambio y a la fusión, la ambigüedad y la apertura. (Richard, 1987, p. 39)

En su especificidad, emerge el vaivén de una escritura marcada, por un lado, y la ‘neutralidad’ o cancelación de contrarios, por otro. Busca la identidad entre sexo y texto, inscribiéndola al mismo tiempo que la reprime. Como texto móvil y ambivalente, suplanta a la obra-monumento, aquella que es canonizada en la misma medida que es vaciada de su verdad y asimilada al discurso masculino.

Gabriela Mistral, Teresa Wilms Montt y las otras

De las rearticulaciones críticas que se han realizado en los últimos años sobre Gabriela Mistral, destacan los aportes realizados por Jaime Concha, Jorge Guzmán, Adriana Valdés, Grínor Rojo, Eliana Ortega y Raquel Olea, entre otros. Propuestas como la transgresión religiosa y sexual, el enmascaramiento discursivo, la multiplicación de las identidades a través de las huidas, ausencias, desplazamientos y exilios; la represión femenil y la sublimación maternal, el tema de la doble escindida, la patria fantasmal y el desvarío poético van conformando un universo en ruptura permanente con la imagen de la maestra elevada a rango de animita momificada o de la madre frustrada y sin hijos. De la revaloración de su discurso como recep­táculo de una significación múltiple, subversiva, heterogénea y abierta, se han desarrollado sugerentes proposiciones críticas que apuntan también al tejido mayor de la poesía de mujeres del período en el continente. Agustini, Storni, Ibarbourou, Lange, De la Parra, Cabrera, Loynaz, Lisboa, son voces retomadas por la nueva crítica a la luz de los procesos expansivos y represivos de la modernidad.

En Chile, si bien Mistral escapa al desconocimiento, entre muchas otras razones por la congruencia de la escenificación simbólica de su figura de educadora con el proyecto de la modernización latinoamericana, las otras poetas mujeres desaparecen, se disgregan en los movimientos hegemónicos del período o se recuperan en la ideología difusa de un folclor biográfico que diluye las proposiciones estéticas o ratifica una anormalidad psicológica, más de moda en ese momento que la discursiva. El caso paradigmático es el de Teresa Wilms Montt (1893), oveja negra del rebaño de la elite chilena, emparentada con presidentes y ministros, cuya leyenda de irreverencia y sufrimiento supera con creces el conocimiento de sus escritos. Enamorada de un burócrata, se casa a los 17 años contra la voluntad de sus padres, le arrebatan a sus hijas, no le conceden el divorcio, la encierran en un convento cuando se enamora de otro hombre, es condenada por confesar sus amores, vive en el desarraigo permanente durante el resto de su vida (espacial e interior) por medio de un periplo que la lleva de Santiago a Buenos Aires, Nueva York, Madrid, París, Buenos Aires y París y finalmente se suicida en esta última ciudad, sola, abandonada y sin sus hijas, a la edad de 28 años. Enmarcada en el estereotipo de la femme fatale o la belle dame sans merci, debe renunciar a todo como castigo por dedicarse a escribir. A diferencia de Mistral, que puede enmascararse como la madre de América o la educadora de los pueblos, Teresa Wilms sufre todos los percances que el espejo de su belleza, celebrada por Valle Inclán, Julio Romero de Torres, Huidobro y Gómez de la Serna, entre otros, le ofrece. Si Mistral se aleja del amor de los hombres para vaciar su maternidad en el discurso, Wilms señala que “cerca de todos (los hombres) me siento maternal” y atrae a los jóvenes hasta desquiciarlos como al chileno Arturo Cousiño, al rey Alfonso XIII de la Casa de Borbón o a Horacio (Anuarí en el poema que le dedica Teresa), muchacho argentino que se suicida cortándose las venas. Como Mistral, su exilio casi obligado le permite escribir y publicar y como ella también se interna en la fisura de los géneros: la prosa poética. Publica en Buenos Aires escritos impregnados de pasión romántica: Inquietudes sentimentales y Los tres cantos en 1917 y más tarde Cuentos para los hombres que son niños todavía en 1919. En España aparece en 1918 En la quietud del mármol, trabajo poético dedicado a Anuarí. Sólo después de su muerte en 1922 aparecerá en Chile Lo que no se ha dicho y en 1994 sus Obras completas, donde se reinstalan los fragmentos de sus diarios escritos en diversas etapas de su vida.

Tanto la vida como la escritura de Teresa Wilms, apuntan a escapar de esta especie de autonomía vigilada que le concede el advenimiento de la modernidad, pero por ello mismo, ambas (vida y obra), se insertan en el centro de su contradicción fundamental, que atraviesa todos los discursos de la época. Escapando de la sujeción familiar y marital, Wilms se descubre a sí misma como sujeto capaz de producir, indignarse, expresar su solidaridad y sus sentimientos no sólo en privado sino también en público. Es en esa modernidad, que el espejo de sí misma se le muestra en todas sus contradicciones y es en esa autonomía relativa de su producción intelectual, que aún siendo mujer oriunda de una nación de instituciones y costumbres enraizadas en la tradición colonial, puede rebelarse y escapar hacia una libertad que le significa ostracismo, enajenación y soledad. La locura de Wilms no es sólo la de la Otra, la Enajenada en la escritura (parte de su Diario está en 3ª persona), sino que también el de la Loca de amor, la que se muere de amor apasionado. Su discurso es al respecto, revelador y lúcido: “Como en un abismo sin fin, me hundo en mi pasión” (1993, p. 123), “Mi amor me arrastra al abismo sin fin” (p. 116), “¿será la locura el fin de nuestra historia?” (p. 93). Locura de un amor que no se cumple nunca, el discurso como el espejo sólo le devuelve la imagen vacía de los sueños, las fantasías, la desnudez de una interioridad que se disuelve en su propio narcisismo sin límites. Si bien la interioridad es un refugio contra los males de un mundo que no acepta la expresión real de la mujer, también es la representación del indisoluble resquebrajamiento de todo proyecto que intente superarlos. El sujeto se siente perdido porque esa interioridad no coincide ni con el mundo real ni tampoco con la imagen del yo que la fantasía y el sueño proyectan. Se trata de un “interior carcomido”, reflejo espejeante de una “charca podrida”. En el intento de reconstruir su propia identidad, la sujeto busca en el espejo a la niña de doce años, la que se miraba veinte veces y decía “soy bella pero un poco pálida” (p. 43) y sólo percibe el vacío de una existencia trizada por el dolor y la soledad, que va desapareciendo de a poco. Ahora dirá en su Diario, “miro al espejo mi cara de gato flaco de pelo romano... y me da furia de verme tan fea” (p. 78). Y luego: “Seré un autómata, seré una miserable ruina ambulante, seré una maldición viva” (p. 130). O en “Anuarí”: “Miro en el espejo mis labios y blasfemo” (p. 311). Aún así, elige la libertad, que como señala en el Diario “me pesa más que todos los grillos de las prisiones que hay en las cárceles del mundo” (p. 138), que culmina “mi castigo, ahogarme en la nada” (p. 185). Lentamente los espejos sustituyen al sueño y en lugar de comunicarla con el mundo se convierten en una pesadilla: su propia imagen estancada que se sobrepone a la realidad. Dice en su Diario: ”Junto al espejo... he soñado sollozando” (p. 194). Y más adelante: “A la una de la madrugada cuando iba a entregarme al sueño, me dí cuenta que estaba rodeada de espejos... son nueve... Recogida, haciéndome pequeña contra el lado de la pared, traté de desaparecer en la enorme cama” (p. 195). Es que la charca carcomida, la imagen trizada se ha deteriorado hasta transformarse en el anuncio de su propia muerte: “Hay alguien que no veo y que respira en mi propio pecho... La sombra tiene un oído con un tubo largo que lleva mensajes a través de la eternidad y ese oído me ausculta ahí, tras del noveno espejo” (p. 196). Ella es ahora la Otra, puesto que la imagen opaca del espejo sólo proyecta la imagen monstruosa de un amor incumplido hacia el otro: “Amo a aquel hombre incompleto, de un solo ojo en la frente, cuyos reflejos son turbios reflejos de luna sobre aguas estancadas... Amo a aquel hombre que nunca fue” (p. 196), pero también hacia sí misma: “¿Me muero estando ya muerta, o será mi vida muerte eterna? ...hondo silencio extiende su cristal opaco dentro del alma” (p. 198). Como en algunos textos de Alfonsina Storni, el sueño de amor incumplido representa la ruptura con el mundo, ruptura que se expresa en pasión desmedida, culpabilidad, dolor y búsqueda de una armonía más allá de la vida (Ludmer, 1987, pp. 275-287). En la última página del Diario, a días de su propio suicidio, el discurso de Teresa Wilms fluye cada vez más espontáneo en su alteridad, agitado, fugaz, desequilibrado: ”extraño mal que me roe, sin herir el cuerpo va cavando subterráneos en el interior con garra imperceptible y suave... desnuda como nací me voy” (pp. 200-201) Tal vez a ella como a Pedro Balmaceda Toro, también la matan las contradicciones de la modernidad, pero por tratarse de una mujer y por componer un imaginario alternativo (cada vez menos mimético) culmina en el fracaso de su proyecto de vida y en la invisibilidad del texto.

En lo que respecta a María Monvel (Ercilla Brito Letelier 1897-1934) y Winétt de Rokha (Luisa Anabalón Sanderson 1894-1954), aunque de manera distinta, han sido vistas más que como poetas como esposas fieles y madres ejemplares. Si su obra no fue interceptada por los ribetes sensacionalistas de su biografía como en el caso Wilms, es porque sus escritos ocuparon un lugar secundario en la canonización del sistema literario chileno. En su tiempo, Monvel fue muy celebrada en antologías chilenas y americanas. Se destacó su estirpe de mujer sufrida, su matrimonio desgraciado, su voluntad de madre, su segundo casamiento con el crítico Armando Donoso que la salvó de caer en el suicidio y una creación dolorosa que la homologó a Mistral. Publicó Remansos de ensueño en 1918, Fue así en 1922, Poesías en 1927 y Últimos poemas en 1937. Ni esposa ni madre ejemplar, en verdad Monvel debió también asumir máscaras para disfrazar la intensidad de los sentimientos, así como sus transmutaciones poéticas. Tuvieron una admiración mutua con Mistral y esta última dejó escrito su entusiasmo por Monvel en un texto de 1935: “La mejor poetisa de Chile, pero más que eso: una de las grandes poetisas de nuestra América, próxima a Alfonsina Storni por la riqueza de su temperamento, a Juana por la espontaneidad... porque la vida le fue anticipada por el dolor; pero no tiene mi envenenamiento por la amargura”. Termina señalando que “es menos conocida de lo que merece; está, repito, entre las grandes manejadoras felices del verso castellano” (Scarpa, 1978, pp. 90-91) Dueña de un discurso complejo y plagado de latencias oscuras y simbólicas, Monvel pide una crítica más fecunda. Aquí sólo nos detendremos brevemente en el motivo del amor, que desde la lectura del repertorio ideológico hegemónico es visto sin fracturas, casi tautológico e integrado a la visión cristiana del hispanismo latinoamericano: madre y esposa ejemplar, amor espiritualizado, dolor por la ausencia, etc. A lo más pasión permitida en el discurso.

En el discurso de Monvel, aparecen dos formas del amor: el amor pasión y el amor ternura. El primero es el amor loco, el delirio insano que hace de la amante la loca, la dividida entre el sufrimiento y la dicha, entre la imposibilidad y la plenitud. El segundo es el amor de madre hacia el niño, que la crítica ha visto como su rasgo propiamente maternal (por ejemplo, en el poema “Niño”: “¡No sabía que había en mis entrañas/ sol, resplandor y oro!”) Sin embargo, en el discurso poético, muchas veces ambas formas se confunden aunque con distinto propósito. La hablante se hace también activa y como la Mistral de Desolación, se invierten los roles y el amado se hace infante en brazos de la amada: el hombre tiene hermosa cabeza, dulces labios de fresa, se duerme en sus brazos, hasta que lentamente el amor empieza a transfigurarse en un deseo de muerte corroído por los celos y la injuria, porque “tiene desprecios crueles” y ahora sus labios se transforman en “dulces labios de cera” y quiere que se duerma en sus brazos por la eternidad. En el poema “Delirios”, la hablante dirá: “Así pensé, dolorida/ por qué no sigo dormida/ besando la entumecida/ flor de su boca de cera”. Tampoco aquí es posible la realización de la pasión en igualdad de condiciones. Si ella sólo puede amarlo como niño, cuando se abandona al amor lo hace en las mismas condiciones: “Él me besó en la boca. Yo le entregué rendida/ el cuerpo frágil, dulce, de niño extenuado.../ ¡Oh reposo indecible después de lo pasado!/ ¡Oh delicia inefable después de lo sufrido!” (“Un cuartito de hotel”).

En el delirio pasional del discurso monveliano, el encuentro con el amado es desencuentro y odio, el amor es locura y el deseo “leño que arde y muere”. También aquí el deseo se transforma en deseo de libertad, que se proyecta como escape, huida, vuelo, codificado en las imágenes del barco que se pierde en el horizonte mientras que el amado es el marinero que naufraga en la viscosa inmensidad del mar por su incumplimiento, que se convierte en carencia a través de la imagen de la copa que no embriaga. Esta última imagen remite a la del Otro, pero es un Otro perdido y sólo recuperado en la imagen de la Otra, la Ella o la que Soy en el espejo: “Bebo, bebo y no me embriago…/ muerdo el cristal de mi vaso/ y hago trizas los espejos/ que miran y estoy mirando”. Recuperación del amor pasional, pero ahora en la metáfora (o realidad) de la Otra, la que aguarda al otro lado del espejo. Deseo de reencuentro en el otro imposible a través de una pasión que se decanta en la Otra, la Yo desmedida que crece en alas y delirios o la Otra, la de los sueños ardientes, en donde se disuelve el Yo. La hablante dirá que ”Quién de los dos la amó con un amor más cierto/ no fuiste tú sin duda que al fin la conseguiste”. Y en la fantasía erótica del poema “Incitación al viaje”, las sensaciones fluyen: “Alrededor de mis senos y de mi vientre, entre mis muslos lisos y pegados, circula una larga serpiente cuya caricia atroz y dulce, me produce escalofríos hondos. A momentos aletea su hocico como una mariposa sobre mis labios apretados. Me rodea los brazos para inmovilizarlos, y con su lengua fina lame mis pezones erectos en busca de leche. Por entre mis rodillas ceñidas continúa circulando leve como un soplo, y sensible como una caricia inteligente”. Monvel morirá a los 36 años, dejando una obra de resonancias duales aún irresueltas y que en su voz adquieren un tono mayor al señalar: “pero tuve sueños audaces y ardientes”.

Winétt de Rokha, por su parte, presentada como la idealizada musa y esposa del poeta Pablo de Rokha, se inició con obras poéticas publicadas con el seudónimo de Juana Inés de la Cruz (Lo que me dijo el silencio, 1915 y Horas de sol, 1916), ensayos líricos casi románticos. Posteriormente publicó la mayor parte de su obra inédita en dos tomos: Suma y destino de 1951 y la Antología de 1953. Su obra, acogida fugazmente en alguna antología, ha pasado desapercibida para la crítica y los lectores, porque se la ha mimetizado con la de su marido, odiado por muchos y querido por los menos. Provista de una metaforización de gran desplante vanguardista, la obra de Winétt se diferencia también de otras escrituras de poetas mujeres por su intencionada crítica social y una amplia gama de formas discursivas que van desde el soneto tradicional hasta el desborde sin límites de la prosa poética. Así como la figura de Pablo de Rokha ha opacado su original contribución poética, la escasa crítica ha obnubilado sus reflexiones sobre el arte (i. e. su polémica con el escritor polaco Witold Gombrowicz, explicitada en el prólogo a Suma y destino), tanto como su búsqueda de un discurso totalizador que integra lo objetivo y lo subjetivo, el campo y la ciudad, lo íntimo y lo trascendente, lo coloquial y lo visionario, lo rural y lo épico. A partir de Cantoral, iniciada en 1916, se despliega un mundo que parte del entorno rural de su infancia para desarrollar una escritura adornada de imágenes vanguardistas (“a flacura del invierno ha extendido su manta de cáñamo maldito” o “una escobilla piensa mirando el cielo con el pelo erizado”) en que no faltan los cuadros urbanos como en “Santiago ciudad”: “Hacia los barrios que se multiplican ingenuamente/ avanzan las gentes preocupadas, presurosas de la propia vida”. Hay un intento de objetivación crítica que la separa de las otras poetas del momento, más preocupadas de crearse un espacio propio a partir del despliegue intimista. En Oniromancia, escrito entre 1936 y 1943, el texto logra articular el espacio externo a partir de una interioridad que se impregna del mundo campesino y lo traslada a la ciudad moderna, con cuya mezcla se constituye una especie de épica que tiene como centro el amor de la mujer amante que canta al amado-héroe, pero que también se constituye en una contienda trascendente en que la sujeto lucha por su libertad. Dan cuenta de esta lucha permanentemente inconclusa poemas como “Planeta sin rumbo”, “El ídolo” o “Lenguaje sin palabras”. En El valle pierde su atmósfera de 1946, el verso se hace prosa fragmentada, con un temple casi onírico, cada vez más ligado a las vanguardias en la forma, mientras que en el discurso tematiza la situación de la mujer, el erotismo del cuerpo y las desigualdades sociales. Texto enunciativo y críptico, descrito como “incorruptiblemente americano” por la poeta, esta obra conforma un vasto escenario descriptivo en que cosas, seres humanos y metáforas se coluden en una intensa sinfonía escritural que desconcierta. Winett de Rokha la presenta así en el prólogo: “Flora como fauna y pájaros-árboles, aguas-vientos-soles,/mitos-símbolos, hombres tan civilizados cuanto salvajes,/ruinas, rascacielos, mares e inútiles espumas,/todo fundido en una aurora impresionante/ renovaron los últimos saldos de mi personalidad de ojos celestes que dan miradas en negro”. Por su compleja trama, su obra requiere por lo menos una lectura más atenta que los pocos panegíricos o denuestos recibidos.

Casi colofón

Es indudable que se hace urgente una relectura de nuestras escritoras, tanto en su articulación con los textos de otras poetas latinoamericanas de comienzos de siglo como con la serie de obras y autores coetáneos, que también recién empiezan a ser vistos con los ojos distanciados de este fin de siglo. Relevar aspectos vinculados a lo abierto y lo oculto en los discursos; a su rearticulación o dispersión con respecto a la tradición romántica o modernista; su negación o aceptación tardía de los grupos vanguardistas; su vinculación con símbolos y formas discursivas matriarcales; su movimiento hacia la cancelación, inversión o fusión de opuestos; sus búsquedas de identidades a través del cuerpo, la fantasía o la enajenación; el despliegue de discursos informes o deformes; la recurrencia de ciertas temáticas vinculadas al dolor, la muerte, el exilio, la soledad, la ausencia o la pérdida, ayudaría no sólo a activar el estudio de estas poetas, sino también a reconocer uno de los períodos más interesantes y contradictorios para la emergencia e instalación de una literatura (cultura) de la modernidad en nuestro país.

En Revista Nomadías Nº 3. Santiago de Chile. Universidad de Chile, Facultad de Filosofía y Humanidades, Programa de Género y Cultura en América Latina. Editorial Cuarto Propio, 1998.


Bibliografía:  

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Monvel, María. Remansos de ensueño. Santiago de Chile, s.e., 1918.

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Rokha, Winett de. Suma y destino. Santiago de Chile, Editorial Multitud, 1951.

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