AL OÍDO DEL CRISTO
A Torres-Rioseco

I
 

   Cristo, el de las carnes en gajos abiertas;
Cristo, el de las venas vaciadas en ríos:
estas pobres gentes del siglo están muertas
de una laxitud, de un miedo, de un frío!

   A la cabecera de sus lechos eres,
sí te tienen, forma demasiado cruenta,
sin esas blanduras que aman las mujeres
y con esas marcas de vida violenta.

   No te escupirían por creerte loco,
no fueran capaces de amarte tampoco
así, con sus ímpetus laxos y marchitos.

   Porque como, Lázaro ya hieden, ya hieden,
por no disgregarse, mejor no se mueven.
¡Ni el amor ni el odio les arrancan gritos!

II
 

   Aman la elegancia de gesto y color,
y en la crispadura tuya del madero,
en tu sudar sangre, tu último temblor
y el resplandor cárdeno del Calvario entero.

   Les parece que hay exageración
y plebeyo gusto; el que Tú lloraras
y tuvieras sed y tribulación,
no cuaja en sus ojos dos lágrimas claras.

   Tienen ojo opaco de infecunda yesca,
sin virtud de llanto, que limpia y refresca;
tienen una boca de suelto botón

mojada en lascivia, ni firme ni roja;
¡y como de fines de otoño, así, floja
e impura, la poma de su corazón!

III
 

....¡Oh Cristo! un dolor les vuelva a hacer viva
l`alma que les diste y que se ha dormido,
que se la devuelva honda y sensitiva,
casa de amargura, pasión y alarido.

   ¡Garfios, hierros, zarpas, que sus carnes hiendan
tal como se hienden quemadas gavillas;
llamas que a su gajo caduco se prendan,
llamas de suplicio: argollas, cuchillas!

   ¡Llanto, llanto de calientes raudales
renueve los ojos de turbios cristales
y les vuelva el viejo fuego del mirar!

   ¡Retóñalos desde las entrañas, Cristo!
Si ya es imposible, si Tú bien lo has visto,
si son paja de eras... ¡desciende a aventar!