Un hombre de México:
Alfonso Reyes


París, febrero de 1926

¡Desconcertante Alfonso Reyes!, hombre salido de nuestra América y en el cual no están los defectos del hombre de nuestros valles: la vehemencia, la Intolerancia, la cultura unilateral. Al revés de eso, una cordialidad fabulosa hacia los hombres Y las cosas, especie de amistad amorosa del mundo; paralelo con el amor de las criaturas, una riqueza de conocimiento del cual vive ese amor.

El ojo es el documento... La caricatura de la gordura de Reyes, la pipa de Reyes, la sonrisa de Reyes. Deja lo principal: el ojo húmedo de simpatía que no olvidará nunca quien lo haya visto.

La conversación, una fiesta. ¿Qué fiesta? ¡La del paisaje de Anáhuac que él ha reproducido en una prosa de esmalte: la luz aguda, el aire delgado, las formas vegetales heráldicas. Solidez y finura; antipatía, siempre presente, del exceso. Y la bondad, la bondad circulando por los motivos, suavizando aristas de juicios rotundos! Bondad sin los azúcares de la cortesanía y sin penacho retórico, también como de sangre que corre escondida, pero que se siente, tibia y presente.

Pero no sólo la charla coloreada, que el buen americano tiene siempre, sin otras cosas, además: la gravidez del pensamiento en cada rama fina de la frase. Una vida interior que se revela a cada paso, sin que él -que también es un pudoroso de su excelencia interior- lo busque. Detrás de la sonrisa se le descubre la tortura, que podemos llamar unamunesca, del hombre que la introspección sangra cotidianamente. Yo suelo recordar, oyéndolo, "la camisa del mil puntas cruentas" que dijo Rubén. Algo mejor que el ojo goloso de formas americano. Escardador de su "carne espiritual", entera se la conoce; como él ha palpado el contorno de su naranja de Tabasco, así palpa los contornos de su espíritu.

Mucho enriquecimiento le ha venido de los tres contactos mayores que se ha dado a sí mismo: el inglés, el español y el francés. Cavando en uno solo de esos suelos, por mucha suerte que tuviese en la cava, se le hubiesen quedado perdidos muchos hallazgos. Harto bien le allegaron su Chesterton -que tradujo- Mallarmé, cuyo ascetismo de belleza admira, su Góngora amado.

Y sube, sin brinco ambicioso. La Ifigenia cruel es lo mejor suyo, aunque tras ella esté la estupenda Visión de Anáhuac. Esta Ifigenia andará poco zarandeada en muchos comentarios, que es agua de hondura inefable, y quienes no bajaron con él a la cisterna negra no sabrán gozarla.

Y el divulgador que divulga con fácil donosura -una especie de profesor a lo Renan, lo suyo-, la historia de México, la flora de México, la revolución de México. Tendría para lo didáctico, si quisiera ejercerlo, el juicio agudo y la expresión bella. ¡Cómo le envidiaría un geógrafo la descripción de la meseta de Anáhuac! Tiene la disertación suya una ceñidura sobria que le da toda la autoridad de lo docente; y para alejarle la antipatía de lo docente, ahí está la gracia, presente.

¡Y vaya que le sirve a un diplomático el saber decir bien lo suyo en un medio de agudas exigencias mentales, y de dar, deleitando, la historia de su país en una conferencia de la Sorbona!

Se recuerda la vieja disputa: ¿es mejor que un pueblo de conjuntos estimables -Suiza, Estados Unidos- o que dé, como una tela preciosa y breve, unos cuantos individuos selectos? México en el pasado ha sido individualista, y se defiende con unos cuantos hombres, aplastando el reparo de que su conjunto humano no es homogéneo: un Nervo, un Vasconcelos, un Alfonso Reyes, un Caso. ¡Y aquella extraordinaria Sor Juana!

¡Qué hermosa planta americana, más cafeto que plátano, cafeto de menudo grano acendrado!

Edwards Bello me decía:

-Es el mejor diplomático hispanoamericano.

Y yo:

-Si pudiera ser eso: un Ministro de México y de la América del Sur además...

 

En: Prosa de Gabriela Mistral. Alfonso Calderón, comp. Santiago: Editorial Universitaria, 1989.