COINCIDENCIAS Y DISIDENCIAS
ENTRE LAS AMERICAS


Al primer golpe de vista aparece un abismo entre el Norte y el Sur del Continente Americano, en cuanto se refiere al hombre. El choque de la diferencia todos lo sentimos: a unos les duele y a otros los desalienta. Pero si en vez de buscar con ojo de entomólogo los focos de las disidencias buscásemos los núcleos de las semejanzas, mejor nos iría, pues hay sorpresas.

Tal vez existan entre nosotros, americanos, cuatro suelos comunes, cuatro zonas de convivencia inmediata, o si se quiere, cuatro lenguas sabidas e inconscientes que poseemos en común. Idiomas morales son y puntos de viejas citas olvidadas.

El del Norte y el del Sur creen en la libertad aunque la sirvan de modos muy diversos, aquéllos viviéndola en un clima constante, nosotros en unos descomunales altibajos, o bien en tumos de pasión y de decepción respecto de ella. Pero libertarlos somos todos en las esencias del ser, allí donde viven el deseo y la voluntad virgíneos. Esta es nuestra primera coincidencia.

La segunda podría ser la semejanza de la peana continental. El cuadrilátero del Norte y el casi triángulo del Sur son, a pesar del corte de uña del Canal de Panamá, una invitación al avenimiento. Los dos Océanos y las seis lonjas costeras nos sirvieron de correos líquidos y de Mercurios pedestres, antes de que el aeroplano regalase una vialidad perfecta. Las regiones templadas las crean en el Norte los meridianos, en el Sur las inventan nuestras bellas mesetas andinas. La flora y la fauna, aun ellas, son más repeticiones que oposiciones. El Continente realmente opuesto es la Eurasia, a pesar del tronco común que nunca les valió a las dos desventuradas personas para fusión alguna, ni siquiera para mirarse a los ojos.

El tercer ángulo de nuestro contacto es el espíritu de juventud: los Estados Unidos rebosan y crepitan de ánima moza y también de euforia. Nosotros, los del Sur, nacimos con más peso de tradición sobre los hombros. Digo peso, no plomo. Así, cargados y todo, bullimos como caldo de marmita y escandalizamos con la loca ebullición. Lo cual quiere decir que los pocos metales de la tradición fueron necesarios en el comienzo a fin de que no se rompiesen las calderas.

Este metal está fundiéndose en el Sur a ojos vistas: el vaho caliente de juventud y de creación que el Norte deseaba ver en nosotros, el coraje para legislar, la decisión para rectificar los errores y cubrir la marcha retardada, todo eso ya se oye y se palpa.

El cuarto acuerdo entre las Américas disidentes no es expreso como los anteriores, es tácito, casi subterráneo y se llama Cristianismo. El amamantó a ambas Américas, aunque la frase parezca a muchos embustera, la leche fue común, el regazo semejante, la canción de cuna repetía la misma cuarteta divina, sólo que con ritmo impar. Nacimos todos aquí balbuceando el mismo Dios, la misma Redención y las ocho puntadas de las Bienaventuranzas. Si el mongol hubiese pasado Behring y budistizado medio Continente, éste si habría sido un nacimiento de fatalidad, un destino declarado de guerra a muerte y un tajo de secesión. Desgraciadamente conquistadores y pobladores habían dejado atrás a Europa envenenada, su cristianismo partido en jirones insensatos y aullantes. Duales y no unas llegaban las memorias de esta gente; las almas venían guerrilleras y ¿por qué no decirlo? llegaban tribales sus conciencias religiosas.

Así fue como el cristianismo, común a ingleses y a españoles, no les sirvió de nada a nuestros abuelos, no acercó, no allanó, no llegó a convivir sino a levantar parapetos y a abrir fosos.

De las cuatro áreas de coincidencia que pudieron ser mejor tierra firme que meros puentes: amor a la libertad, territorio, creencia, espíritu de juventud, dos están ahora hablando fuerte, dos no han soplado la viga de los ojos: el riesgo de perder el suelo que nos sustenta y el de perder el alma a la vez que el suelo. El Continente tenía que defenderse con un escorzo unitario y en un abrir y cerrar de ojos, y así ocurrió. Pero a estas horas todos ya sabemos, por la experiencia que nos ha rasgado los ojos, que la faena común sólo ha dado la primera "pasada" del arado y hecho el descuajado de piedras, terrones y broza. Faltan varias más antes de volear el trigo.

Hay una América rica que trabajó mejor y con mayor suerte; hay otra que ha penado para unir tres sangres opuestas, realizando una delicadísima operación de injerto vital o mortal. El Norte no gastó tiempo ni distrajo fuerzas en el inmenso experimento que en el Sur dura ya cuatro siglos; el Norte sajón no quiso labrar el alma del habitante indoamericano; él tomó a la naturaleza solamente por campo de batalla: abrió, desbrozó y aseó de golpe y porrazo la tierra y todo eso lo hizo con rapidez suma, porque iba dejando atrás al indio vencido o muerto. Aseada la tierra y validada hasta el punto de volverse una especie de arquetipo agrario del mundo, el americano se lanzó a la industrialización con su ímpetu de campeón que no acepta la derrota en cosa alguna.

Mientras tanto, nosotros, indoespañoles, seguíamos en el sur una gesta a la vez violenta y remolona: la de construir a base del encomendero una democracia, y la de reemplazar el caciquismo con la civilidad. Esto cuesta y esto vale por un trueque de las entrañas y tenía que durar cuatro siglos. Nadie ha dicho bien la gesta de la unificación de tres sangres y de tres almas que sirven de manera diversa al Bien como al Mal y la de tres conciencias que se afiliaron con ritmos tan contradictorios que no parecen salir de la misma ley natural.

El Norte, logrado sin tragedia, cuajado en sus crisoles sin operación trágica, debe ver y considerar la realidad del Sur y darnos ayuda en los últimos toques.

Lo que ofrecemos es la lealtad, virtud caballeresca pero que todavía está en auge y servicio; lo que necesitamos es una generosidad que rebase lo comercial y aun lo político y se vuelva cooperación ceñida y aquella verídica convivencia cristiana que el Viejo Mundo no supo o no quiso lograr.

Queremos ser comprendidos y después ayudados; pero antes que todo entendidos, pues solamente así se nos ayudará con eficacia y sin dejo de superioridad y mayordomía.

El Continente no debe volverse un dominio manejado por manos habilidosas en el juego. Europa ya agotó el ingenio y la malicia, la componenda y las falacias, y se perdió a causa de esta industria dolosa y a pesar de los reclamos diplomáticos. Nosotros, testigos de aquel juego perdido, tenemos la obligación de hacer cosa más honorable y duradera, trabajando el hierro forjado mejor que en la hojalata frágil de los "acuerdos" anuales que sólo hacen un compás de espera.

febrero de 1945.


En: Gabriela anda por el mundo. Roque Esteban Scarpa, comp. Santiago: Editorial Andrés Bello, 1978.