ELOGIO DE LOS PAISES PEQUEÑOS


Pequeños países que tienen la modestia como aire natural y no son cogidos por la injuria fea y fácil de la dominación. A dominar a otro prefieren depurarse a sí mismos.

Pequeños países en los que ninguno posee demasiado, porque poseer demasiado fuese en ellos ademán para todos visible, países, por eso, como más pudorosos, con el pudor que crean los pequeños espacios en que todos nos miramos.

Semblante próximo, aliento próximo, alegría o dolor próximos, es decir, la fraternidad verdadera, la ronda de hombres en que el pulso de uno pasa hasta el último. No es posible ignorar en ellos la miseria grande, ni decir, por lo tanto, que se es irresponsable de ella. Aquí el egoísta está asaeteado por todos los ojos y el justo también recibe el abrazo de sus hermanos.

Pequeños países en los que, del primero al último hombre, no se pasa como de la montaría limpia al hediondo túnel: del primero al último hombre hay unos cuantos pasos: fraternidad efectiva, hija de la semejanza.

Pero, sobre el suelo pequeño, la variedad noble de los oficios humanos, dándoles una vastedad moral: en diez hectáreas de tierra se mueven el pastor, el gañán, el hortelano, el jardinero, el albañil, el decorador, el orfebre, el escultor, el herrero, el tejedor, el poeta y el músico. Ninguno falta, y así la tierra pequeña no padece forma alguna de hambre. Aquí el que hace la casa, aquí el que ensambla las piezas del reloj y aquí el que hace cantar a un gran coro.

Tierras en que un hombre dijo que lo pequeño podía tener la infinitud por medio de lo perfecto, al revés del hombre que en otra parte dijo que para ser mejor había que ensanchar de cualquier modo el suelo. Sus niños han crecido sabiendo que nunca gobernarán al hombre que siembra al otro lado de sus fronteras, y si alguno los invitara un día a dar veinte pasos más allá de donde llega su huerto, se sonreirán desdeñosamente.

Patria que un niño puede recorrer. Así no dirá una mentira llamando suya ciudad que no ha visto, mar que no ha olfateado. Así, cuando ellos leen a sus poetas, recibirán fácilmente sobre el corazón el río A o el golfo Z: todos han pasado por sus sentidos.

Tierra domada entera, sin barbarie de pedregal ni de matorrales ciegos.

Tierra regada, es decir, dichosa, que no tiene crujido de gredas sedientas y está apta para sustentar hombres lo mismo en la montaña que en el llano. Humanizada, por el largo servicio de los hombres.

Patrias felices, bajo el concepto de que el espíritu no necesita espacio y de que la sensibilidad incorpora la creación a nuestro cuerpo.

Sólo con el espíritu se las podría humillar; pero las patrias grandes, las que asoman a dos o tres mares, no tienen más que ellas, que han dado artesanía, telas y canciones.

Se reúnen los fuertes en asambleas, y tienen que hacerles asiento a su lado, porque suelen poseer más honra que ellos, y hacen falta cuando se quieren crear ambientes ricos de dignidad. En el alfabeto de los pueblos suelen ser éstos la consonante dulce que quita brutalidad a las vocales bruscas.

Pequeñas tierras que el ciudadano nombra para añadir algo a sí mismo, donde él siente la urgencia de sacar de sí las excelencias.

Y no pudiendo amenazar a los otros pueblos ni con escuadras ni con polvareda de turbas, su alianza es deseada, porque su voz sin grito suele ser el acento suave que tiene la probidad y el gesto sencillo que tiene la honra.


Mayo, 1926.


En: Gabriela anda por el mundo. Roque Esteban Scarpa, comp. Santiago: Editorial Andrés Bello, 1978.