Algo sobre el Pueblo Quechua

20 de Julio de 1947

En los faldeos de la sierra peruana central, dentro de un anfiteatro de piedra a la que cae la más pura luz andina, existió uno de los más extraños pueblos del mundo, la raza quechua, matriz del Imperio incásico.

A pesar de la diligencia que se han dado los historiadores, no se sabe mucho de origen y menos aún se logra entender cómo pudo organizarse en menos de mil años lo que llaman los sociólogos el milagro del Incanato.

Leyendo al Inca Garcilaso, a Prescott o a Boudin, nunca se sabe si aquello es un cuento a lo divino de la Edad de Oro, o es un documento real y una experiencia indoamericana.

Este pueblo sabio y niño conjuntamente primitivo y técnico, imperial pacífico, bebió la fuerza de su régimen y la poesía de su vida íntima en dos manaderos que casi son uno mismo: religión astronómica y un sentido aristocrático, es decir, jerárquico, aplicado al bien común, al usufructo colectivo. Adoraban al cielo en un largo renglón de divinidades astrales o atmosféricas, mientras que las tribus vecinas comían carne humana y tenían dioses bestiales o grotescos. La gente inca, o sea, su aristocracia gobernante y sacerdotal, se creía hija directa del sol y su Pantheon desde el astro-padre hasta el arco iris y el relámpago, sabía de lo celeste o lo telúrico.
A pesar de un infantilismo, esta religiosa fe quechua valía más que la de los países asiáticos, excepto el hindú, que los sobrepasa con el budismo.

El Imperio corría desde Colombia a Chile y desde el Pacífico al costado oriental de Bolivia y el cabezal argentino. Este inmenso derramamiento de suelo lo habían conseguido con un mínimum de guerra. Los incas conquistaban a las indiadas próximas con maña habilidosa y con una benevolencia más que patriarcal; este arte y esta mística conquistadores consistían en unas excursiones solemnes y amistosas que hacía el Inca y su cortejo a las tierras vecinas, comitivas que llevaban la empresa de divulgar la grandeza y las suavidades del Imperio, y de catequizar así a la vecindad bárbara que acababa siempre adhiriéndose al Incanato.

Era lo corriente que los salvajes fueran convencidos y vencidos por esta cruzada, más verbal que militar, más política que de fuerza.
El quechua supo y ejerció la mayoría de los oficios de hoy, su agricultura cosechaba exactamente lo que había menester el abastecimiento de las poblaciones; el área de las tierras labrantías casi dobló a la que trajo más tarde el régimen español. Este quechua asiático, como tal sufrido minucioso, inventó los cultivos en terrazas o terraplenes, a fin de forzar y habilitar como agro su reino andino de rocas y tierras magras que él escogió para sí, en vez de las capitosas tierras tropicales. Por amor de aire fino y de cielo próximo, por vivir lo más cerca posible del cielo que él adoraba, el quechua desdeñó la zona baja caliente y sensual.

Aquel indio de cuerpo aguzado como sus flechas, tan enjuto como sus cactáceas, terco al igual que su piedra volcánica, hizo de la Cordillera una enorme gradería de maizales, campo de patatas y un emporio de legumbres Y frutales. Este falso primitivo consideraba el abandono de la tierra un delito contra el sol, contra el Inca y contra sus hijos. Para crear, a pura voluntad, un agro andino que parecía absurdo, el quechua tuvo que planear, realizar y, mantener un sistema de regadío artificial, pues no había a esa altura de 3.488 metros, río que le valiese. Caminos de agua de toda especie: acequias, canalizaciones de piedra, correcciones de torrentes, todo esto el quechua lo previó todo lo pensó Y lo impuso.

No bastaba el viejo para abastecer, había que subir a la sierra de clima frígido los cien productos del bajío, comenzando por el algodón, y había, además que ensanchar el angosto reino andino con las anchas llanuras Y valles semitropicales.

Desde su roca del Cuzco, el Inca echaba la vista sobre cuanto dominan los propios Andes, y esto a la manera imperial, es decir, planeando las conquistas y la unificación de las regiones ganadas. El Imperio, al que se llamó Tihuantinsuyo, o sea, las cuatro partes del mundo, los cuatro puntos cardinales, pedía unificación y esto era una exigencia de caminos. Hacer una red de vías partiendo del sagrado corazón del Cuzco significaba mascar, mellar y vencer nada menos que a la Cordillera andina Y eso lo realizó el Incanato.

De un canto al otro del Imperio, el boa y la viborilla de las rutas o los senderos del Inca iban y venían cosiendo las provincias a grandes puntadas blancas, metiéndose por los bolsillos secretos de la Cordillera, salvando con puentes de cuerdas los abismos y ligando así a los pueblos quitos, a los chibchas, a los changos, etc., con el corazón vital de la santa capital, asiento de los templos mayores del sol y residencia del Inca solar. De este modo se hizo a lo romano el organismo y la circulación de la sangre de un Imperio de indios que parece fábula, pero que fue verdad. Al Incanato le importaba después de conquistar, retener; arrancar la costumbre salvaje de las tribus colindantes y plantar la propia, aventar los diocesillos pueriles y bajos Y sembrar a todo viento la religión unificadora. Los caminos servían para éstos fines como seres vivos valían más que ejércitos.

Pero muchos más logros alcanzaría la casta inca con su genio de organización.

La casta inca que fue patriarcal en lo civil y matriarcal en lo religioso, tentó la utopía de abolir la miseria absoluta, aquella pobreza que por baja toca en lo zoológico. Tentó y consiguió tanto como era dable del plan atrevidísimo. Llego muy cerca del éxito. Casi alcanzó al blanco imposible. No hubo ociosos en el Tihuantinsuyo, cada hombre tenía cuando menos un oficio y a veces dos. Gracias al trabajo universal y no poco especializado del hombre y la mujer (el viejo estaba exento), el techo de paja cubría a cada familia de los hielos andinos; a ropa de buen algodón calentó siempre el cuerpo del hombre andino y la ración preciosa y exacta de maíz, patata y frutas no faltó a ninguno de los hijos del sol, ni en el año generoso ni en el cicatero de cosechas. Pero, naturalmente, nada tenía de blanducho ni de idílico aquel Estado autoritario por excelencia, doblemente austero; en cuanto a imperial y a teológico. Por otra parte, no será nunca empresa de manteca ni de miel de caña dar de alojar, de comer y de vestir a un cuarto de Continente, a un costado entero de la América.

Por esto el Tihuantinsuyo fue de mando duro y de una disciplina dura, que parecía basáltica.

A lo largo de los Andes aquello era un santo espectáculo de hombres doblados sobre sus minas, perforando la piedra sin conocer el taladro o gibados sobre la tierra pobre, sin saberse el arado de rueda.

Sin embargo, esta Esparta imperial estuvo templada y humanizada por dos cosas: la paganía astronómico sin sacrificios humanos ni otros sadismos y la ancha fiesta de un trabajo dichoso en 4 ó 6 artesanías magistrales.

Los quechuas tuvieron un teatro suyo épicopopular y religioso por añadidura; ellos crearon una hilandería de telas coloreadas y no las dio mejores el viejo Egipto; estos chinos de América, delicados de ojo y mano, inventaron una cerámica que vale por la etrusca o la asiria; y por fin, el culto pagano místico que era el suyo, los adiestró en la danza ritual y en los otros. De ambas cosas no quedan más que jirones o harapos en bailados y en música de tambor y de quena. Yo he recibido en mí estos rastros melancólicos que llevan en sí las marcas magulladas de una raza que sería vencida en su alma y en su cuerpo.

El complejo y sabio Incanato creó, además de lo contado, un curioso y precioso cuerpo de funcionarios no conocido ni por los pueblos clásicos y que se llamaron amautas. Su misión era bastante mixta: el amauta recogía la crónica de las ciudades, haciendo así de historiador; él enseñaba el civismo imperial y teológico que se avenía con aquella teocracia india; el amauta era recitador y a veces productor de poesía.

¡Qué lindo oficio de hombre! El amauta hacía de inspirador pero también de organizar en las fiestas solemnes y las populares. Hoy diríamos que él proveía al pueblo de su pan de alegría. El menester del amauta estaba cargado de honras, pero también de seducción. Tal vez sea el suyo el único oficio del cual yo haya sentido envidia o saudade, deseo y tristeza de que ya no exista más.
Ved, pues, cómo el Incanato proveía de veras al ramo entero de las necesidades de castas, hoy diríamos con palabra fea, de las masas. Por esto dije que el régimen gravoso y duro tenía sus dulzuras, sus pausas de descanso y hasta sus altos de gozo.

En: Prosa de Gabriela Mistral. Alfonso Calderón, comp. Santiago: Editorial Universitaria, 1989.