Invitación
a la lectura
de Rainer María Rilke Ya
se cerró el ojo de lo sobrenatural en lo natural de Rainer María
Rilke. Su muerte ha desatado su traducción al francés, y
mes a mes entregan las editoriales algún libro suyo. Más
le hubiera valido darle antes la alegría de esta expansión
en la lengua que él amó sobre la suya: la francesa. El no
leyó en francés sino una selección de Les Cahiers
de Malte Lauridis Brigge. Aunque le importaba poco a este ultra aristócrata, amador de todas las tierras por donde ambuló, y desdeñador de las camarillas que hacen la fama como un objeto de caucho químico en cualquier tierra, él no habría mirado con indiferencia su mediana gloria francesa en 1927. Todavía
asoman, de tarde en tarde, en el mundo fétido de la literatura,
algunos casos de amistad literaria genuina que se sitúan bajo el
signo de las amistades próceres Carlyle-Emerson o Goethe-Eckermann.
Su encuentro a un goce de planta rezagada de su estación. Porque
eso también se va. Todavía
huelen a gases asfixiantes los ambientes literarios francés y alemán,
y los nuevos valores del otro lado del Rhin tienen que repechar, caminando
hacia Francia, y no digo los franceses, para alcanzar Berlín. Yo
me quedo sin creer en el monopolio latino de la obra maestra, según
el canon de Daudet. El Espíritu Santo ha tenido el buen gusto de
no levantar residencia visible en ninguna de las capitales intelectuales
de Europa xenófoba, y se muda en brinco desconcertante de Rusia
a la India, a Inglaterra, a Francia y... a Estados Unidos Rilke
nació de familia noble en Praga, hacia 1875. Sus retratos y un
buen busto suyo, nos dan un hombre enjuto, delgada flecha de la vida,
de frente amplia, ceja dura que el párpado bajo suaviza, mejilla
casi seca; boca viril, algo gruesa, el bigote mongólico, de no
ser rubio. (El ojo, dicen, era claro y muy dulce). El
quiso dejarnos también, como La Rochefoucauld, su medalla un poco
menos complacida, por cierto, que la del francés. "En
el arco de los ojos, la persistencia de la antigua nobleza. En la mirada,
todavía, el miedo y el azul de la infancia; la humildad aquí
y allá, no la del lacayo, sino la del servidor y la de la mujer.
La boca, en la forma grande y precisa de boca, no persuasiva, pero expresando
la rectitud. La frente sin maldad y voluntariosa, en la sombra de una
cara inclinada en silencio". "Como
de la mujer", dice Rilke, sin temor de que la comparación
le desminuya. Se le ha llamado el poeta del niño y de la mujer.
Mejor que los sensuales nos entendió: ya se dijo que el que mucho
se aproxima a un objeto deja de verlo. Para amar al niño le ayudó
la memoria de su infancia. ¿No viene del olvido de ella el endurecimiento
en que acabamos? Rilke se recuerda niño con una ternura maravillosa,
y esto lo libró de la monstruosidad que es ser adulto entero, hombre
o mujer absoluto, sin la franja de oro de ninguna puerilidad, sin una
arenilla extraviada de los cinco años, en el corazón viejo. Los
pocos escritores a quienes se acercó y dejó que se le acercaran
en París, recuerdan a un hombre de una distinción extraordinaria,
con maneras de rey (si los reyes las tuvieran a su medida), con el espíritu
verdaderamente derramado en su cuerpo y su gesto. Su amistad fue superior,
difícil, como que en ella gastaba él la misma materia preciosa
que en un capítulo o en una estrofa. Se
cuenta cómo la poesía no fue en él la hora urgente
en que el verso (o la prosa tensa como el verso) saltan del hombre como
la chispa de la rueda, sino el día, la estación y el año.
Vivió
dentro de la nube eléctrica de su poesía; y acercarse a
él significaba efectivamente salir de una atmósfera y conocer
mudanza evidente de elementos. Sin didáctica, purificada al amigo,
por simple contacto. Semejante amistad no puede volverse democrática. Rodin, hombre que gozó de muchas dichas, la tuvo también; Jaloux supo merecerla por su mente aseada de envidia y aludirá siempre a esta fortuna como quien voltea un diamante para sacarle luces inéditas cada vez. Más
de diez años vivió en París. Gustaba de la gran ciudad
como del lugar del mundo en que es posible encontrar por las calles fisonomías
de aquellas que sólo dan los sueños, y la amaba así,
a la manera de Baudelaire, como productora de larvas que en otra parte
cuesta cuajar. De su paso por España no se sabe nada. En el hombre
reservado el sol no fundió nada. Hombre
de casta dirigente, debía optar por almirantazgo, capitanía,
magistratura o cardenalato. Lo pusieron, pues, en una escuela de cadetes,
de la que dijo palabras que convienen a la imbecilidad de muchas escuelas. "¡Este
sabotaje que se llama educación y que despoja al niño de
sus propias riquezas para substituírselas con lugares comunes!". Dejó
un buen día a sus compañeros de uniforme y se fue a hacer
estudios más propios de hombre en Alemania. Tuvo la flaqueza del
libro de verso prematuro, de los 18 años, que recogió poco
después honestamente. Comienza enseguida su pasión de viajar
que le gastará la vida. ¿Dónde no estuvo Rilke? En
Italia, en España, en Egipto y Marruecos, en Escandinavia, en Rusia,
en París. El viaje, que generalmente barbariza, no le interrumpía
ni le desordenaba la vida interior, que en cualquier tierra es la única
realidad. Si
se queda clavado en la casa de sus mayores, hombre de semejante tortura
interna, entregado a las fieras de la imaginación, habría
caído en la amargura morbosa de Andreieff, del que algo tiene en
la pasión del misterio angustioso. La cretona violenta del mundo,
que él cortaba en sus trenes y sus barcos, mudándole imágenes,
le libraba siquiera a medias de los demonios del cuarto cerrado. Italia
le dio la amistad con Eleonora Duse; pero Italia no fue el clima de su
alma, como él lo creyó en un principio: había traído
un alma nórdica y del norte le venía todo; el héroe
de su obra maestra Malte Brigge, sería danés; llamará
maestro a Jacobsen, el genio folklórico de Selma Lagerloff será
una de sus admiraciones durables, y a Ellen Key dedicará sus Historias
del Buen Dios. Esta dirá en el estudio de Rilke: "La tendencia
del temperamento nórdico a la vida interior le atrajo por sobre
todo". Vasconcelos
diría que la latinidad echada a perder ya no podía ofrecerle
nada. Sin embargo, él escribió una vez que, entre poetas,
él quería ser Francis Jammes. Alabanza del opuesto, del
opuesto absoluto. El poeta casi botánico, especie de Pomona masculina,
cargado de frutos no tiene agarradero posible para el espíritu
de Rilke. De su obra han hablado y siguen hablando los críticos. Jaloux asegura que su influencia sobre Francia apenas comienza y que durará largo tiempo. Yo sólo he querido decir algo de su vida, y mandar a El Mercurio, estas páginas de la Historias del buen Dios que aún no han sido traducidas al español. Para invitar a la lectura completa; para buscar amigos entre los nuestros al extraordinario varón que se llamó Rainer María Rilke, se manda esta menuda noticia suya. Salón, octubre de 1927.
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