Sueños de Gabriela Mistral con Yin

Mayo de 1944

Al otro día o al siguiente, el único sueño malo, el único en que su rostro tenía descompostura y daño.

Lo vi al amanecer o al despertar, con una tremenda realidad, porque su cuerpo y su cara sobre todo era idéntica, solo que horriblemente alterada por la cólera.

Miraba hacia abajo, y debajo de él no estaba el suelo sino mi cama. Tenía el semblante rojo y como un poco inflamado. Sus ojos, más grises que azules, miraban hacia abajo con cólera y odio. Los párpados, muy gruesos. Excepto la cabeza caída, su cuerpo estaba recto y vestido de gris claro (fue sepultado con gris oscuro).


Sueño en casa de Osequeda


Al dormirme, yo pedí, rogué, más que eso, con una gran fineza emocional y con el fervor muy grande al que pocas veces llego, verlo, saber dónde está, verlo.

Soñé más o menos esto: yo estaba delante de un lugar oscuro, podría decir que tenebroso, dividido en dos partes, sin muro. Una me quedaba a la derecha y la otra a la izquierda, pero éste muy hacia la izquierda y el otro algo allegado al centro.

Yo miré primero hacia la izquierda y vi un montón de materiales que ardían -qué materiales, no sé. Había más humo que fuego. El humo ocupaba el resto del espacio que tampoco era grande. Las llamas no eran vivas, ni eran rojas realmente, eran mortecinas y de un color o granate o rojo -oscuras: humosas digo. No había ninguna figura. 0 no se veía, pues era difícil ver en esa oscuridad.

El lugar era sumamente triste y mísero y muy pero muy deprimente. Talvez por no soportar su vista miré hacia la derecha, sin mirar al frente. (O es que no había nada al frente). El lugar era allí igualmente oscuro. Y era quieto como el otro. Pero no recuerdo que hubiese llamas sino solamente oscuridad densa y a esta sombra bajaban unas especies de rayas verticales, más anchas que un rayo -y caían en varios puntos.

Dentro del mismo sueño, yo sabía que esos eran espíritus de otra parte, ángeles o potencias. Su color era de llama, pero no brillante ni realmente hermosa. Pero eran bastante claros en aquella oscuridad subterránea.

No se veía si subían otra vez. Porque la vista se me iba a los otros que caían, y el sueño duró poco.

Salí de este extraño sueño por una sensación que nunca he recibido al despertar: como si me hubiesen tirado una correa atada al cuerpo y que me fuera arrancada de golpe y tirada desde la derecha de mi cama, un poco hacia los pies del lecho. El choque fue muy violento -el tirón de la correa. Y de eso desperté, con impresión muy fuerte de haber estado en ese lugar. Con impresión de realidad fuertísima.


Tercer sueño


No sé si este sueño fue anterior o posterior, pero en el recuerdo me parece que fueron soñados en la misma noche.

Yo iba caminando por un lugar cerca y casi sobre el mar, es decir muy próximo a la costa. Pero era un lugar fragoso, más bien de cordillera que de mar, aunque yo sabía que el mar estaba allí junto, por cierta bruma que era marina.

Iba yo subiendo esta especie de acantilado marítimo, pero no del lado del mar sino del otro. Hallé primero un puente, de cuerdas parece, pues me acordé de los puentes quechuas. Lo pasé con tino, sabiéndolo de material que se dobla.

Anduve algo más y entonces me hallé con un quiebro de la roca que debía pasarse por sólo dos tablas. Una de ellas tenía la mitad astillada. Y yo debía emplear las dos tablas para pasar.

Sabía muy bien que de fallarme el tablón derecho, yo caería hacia el abismo, que era el mar cubierto de bruma.
Y yo tenía la voluntad de pasar a toda costa, de alcanzar, de llegar donde iba -sin saber cuál era el lugar adonde yo iba.

Pisé con gran tino y con coraje, y llegué al otro lado.

Era muy probable que fue en ese punto donde me desperté con aquel tirón de la correa, pues al despertar yo traía cierto goce de haber vencido una cosa muy difícil, que era mortal.

Yo entré en un lugar al que no sé dar nombre. Parece era su entrada un gran garage o un galpón de guardar aviones porque no había... (inconcluso)


Sueño tenido en Petrópolis, el primero consolador, de mucha vivacidad, mejor, lleno de realidad. Y, a la vez, por contraste, el más sobrenatural que hasta hoy (mayo 1944) he tenido con mi lindo amor. Yo entré a un lugar al que no sé dar nombre. Parecía en su entrada un gran garage o galpón de guardar aviones: porque no había realmente puerta de entrada, es decir, puerta angosta, sino que se llegaba a lugar techado y ancho, muy espacioso. Pasé por allí -el piso era de cemento como en un hangar. Y llegué a espacio menos grande y muy parecido al patio de esta casa, es decir al jardín. No veía yo plantas, pero estaba hacia el ángulo izquierdo de este patio nuestro de 10 Marco. De pronto se me puso delante, tocándose conmigo el rostro, un vago cuerpo de Yin. Todo él -lo que yo veía mejor, que era la cabeza, los hombros y algo de¡ pecho- todo era vapores, como una nube. Pero la nube o vapor no era la calidad de aquella materia, porque no se evaporaba ella, y era más materia que el vapor. El color de esta materia era muy blanco, mucho, y muy hermosa materia. No vista en ninguna parte como para compararla. Y en esta cosa sobrenatural su cara era, sin embargo, lo más natural de¡ mundo. Igual, idéntica, pero en más infantil la expresión. Sí, mucho más infantil.

Digo que estaba a un palmo de mí, y estaba de pie. No me decía nada. Ni yo a él -lo cual es muy raro. Nos mirábamos como en un éxtasis y en una preciosa unidad. Yo no sentía miedo ni siquiera extrañeza, aunque aquello fuese tan de otro plano, tan salido de lo terrestre. No sé cuánto tiempo pasó en este mirarnos. A mí no me extrañaba su falta de color. El, que fue muy rosado, mucho, y hasta cuando estaba pálido había en él rosado. Y allí estaba delante de mí sin color alguno, y sin carne, y yo no tenía miedo, sin embargo.

Tampoco reparaba yo en que no veía a Yin el resto del cuerpo, hacia abajo. Parecía no tenerlo, o tener toda esa parte de su cuerpo menos sólido, menos material que la parte alta.

Yo no reparé en este detalle sino mucho más tarde, al leer en un libro de orientalismo que las almas van perdiendo con el tiempo el bulto inferior de su cuerpo astral hasta quedar de ellas sólo cabeza y hombros; lo que él tenía pues del pecho nada preciso yo vi en mi sueño. Leer esto me impresionó. (Yo no había leído nada semejante que me influyese).

Digo que me dio ese sueño gran descanso y dulzura. Porque la impresión de Yin era verdaderamente angélica, lejana de toda contingencia de aquí abajo: de dolor, de inquietud, de melancolía, de asombro.

Sin embargo, no era, no, un rostro muerto. Estaba vivo e igual a sí mismo, a pesar de esa materia de sueño. Pero no sufría y no podrá sufrir. Estaba él lejos de cualquier posibilidad de sufrimiento; era otro ser, se hallaba liberado. Jamás he visto en sueños un ser de ese orden. No tengo un solo antecedente de algo siquiera semejante.

Desperté feliz y llena de sorpresa.

No tengo idea del mes: pudo ser octubre. Porque Palma llegó en septiembre y ella me lo oyó contar. Puede haber sido también después (yo no tengo noción del tiempo, casi ninguna). Fue en 10 de Março.


Quinto sueño


(En Independencia). En una siesta: casi nunca sueño al hacer mis siestas. Mi cama -la camota grande- estaba cerca de la puerta que va hacia el cuarto de Palmita.

Dormí bién la siesta y desperté soñando esto:

Yin, pero de menos edad, de 10 a 12 años, estaba cerca de mí, inclinado hacia mí. Con lindo color rosado, pero un rosado puesto al sol, algo tostado por lo tanto. Más lindo el rosado que el suyo natural. (Como cuando se ha corrido).

Su expresión era vivísima y alegre, era feliz, era de gran contentamiento.

Estaba así él y estaba así de alegre conmigo.

Hablándome talvez, pero no sé qué me dijera.

El goce estaba en sus ojos y en su cara entera.

Talvez se parecía en edad y rostro al retrato tomado por Connie en las Tullerías (Este retrato estaba en la mesita de Palma, yo creo. Pude haber tenido esta influencia).

Me desperté tan rendida, ¡pero tan feliz!


En: Luis Vargas Saavedra, El otro suicida de Gabriela Mistral, Santiago de Chile, Ed. Universidad Católica de Chile, 1985.