LA UNIDAD DE LA CULTURA


Incorporada a la Universidad de Guatemala sin haber hecho méritos para ello, sin que me valga como justificación para aceptar la honra del doctorado honoris causa otra cosa que la sangre común y mi pasión atenta del destino de la América nuestra, cúmpleme decir en el seno del claustro el agradecimiento que los leales saben dar en caso semejante y mi concepto de la obra de las universidades en nuestros pueblos.

El territorio de Guatemala, con los de Yucatán, Oaxaca y el Cuzco, lleva la aureola de aquellos puntos geográficos sagrados a donde la raza se da cita para confortarse en la consideración de un pasado resplandeciente, para sopesar sus metales interiores, examinando los oros de espiritualidad y los bronces de resistencia que llevamos en nosotros, en cuanto herederos de mayas y quechuas, y para saber hasta dónde podemos llegar, hasta dónde nos alcanzan los tuétanos y los alientos que nos fueron trasmitidos, cuáles son, en fin, las posibilidades de la casta.

Cualquier americano que aspire a hacerse una conciencia de tal, cualquier hombre o mujer del Sur que se dedica a tomar posesión de la raza en totalidad, aquí ha de venir, como yo he venido, a la Guatemala de Quiriguá, a hacer en sus piedras santas la turbadora averiguación del alma maya, y a rematar en la bella ciudad colonial que es la vuestra, su colección de las ciudades españolas próceres de la América, comenzada en la Lima y el México monumentales.

Mis amigos, una leyenda me traigo yo entre otras con que cargo sin ninguna gana, y es la de enemiga de la universidad en cuanto a amiga de la instrucción popular. Nuestra mente enviciado en parcialidades antagónicas, poco gustosa de las unidades conciliadoras, cree ver en nosotros, los sarmientanos en Vasconcelos o en mí, el odio de la cultura superior contrabalanceando un amor apasionado de la escuela primaria. La ocasión es propicia para esclarecer un estado de conciencia que no se han dado el trabajo de observarme antes de definirme y ustedes me perdonarán el que yo aproveche para ello la excelente oportunidad.

En nuestra raza los hombres rara vez se yuxtaponen a los hechos y son frecuentes los bautizos fraudulentos o cuando menos engañosos. Por eso los que casamos los nombres para punzar en los contenidos, solemos negar el cuerpo bautizado, y nuestra negación no corresponde a un deseo de aplastar la cosa como criatura, sino de querer que ella se eleve rotundamente a la categoría del nombre a fin de que lo lleve con una mediana legitimidad.

De este modo, yo creo en la Universidad como en una institución tan ancha y tan profunda, tan soberana de las tres dimensiones, que suelo no aceptar como tales a las universidades empequeñecidas que gobiernan no más de cuatro parcelas de la cultura nacional, cultivando, por ejemplo, las ciencias sin las industrias o éstas sin las artes.

La Universidad, para mí, carga a cuestas el negocio espiritual entero de una raza; ella constituye respecto de un país algo parecido a lo que los egipcios llamaban el doble del cuerpo humano, es decir, un cuerpo etéreo que contiene las facciones y los miembros completos del cuerpo material. La Universidad para mí, sería el doble moral de un territorio y tendría una influencia directora desde sobre la agricultura y las minas hasta sobre la escuela nocturna de adultos, incluyendo en su marco de atribución escuelas de bellas artes y de música.

Suceso alguno espiritual acontecería en el territorio que no lo asistiera ella con su gran presencia; obra literaria maestra, invento industrial, sistema económico de investigación histórica alguna, aparecería en el país sin que ella se diese cuenta y tomase posesión de esas excelencias, ya sea con carácter de autor, si el creador se nutrió de ella, o de ayudadora si el inventor vive fuera de su seno y, a lo menos, de honradora, si, desgraciadamente, ella fuera ajena a ese trabajo victorioso.

Una sensibilidad de sismógrafo, un ojo sin pestañeo, de búho mitológico, haría de ella la pulsadora más delicada de la entraña nacional y la espectadora más conmovida del acontecimiento intelectual; una conciencia riquísima de ceiba de cien brazos, capitana del horizonte, la haría respondedora de las más diferentes actividades, y cierta universalidad de Iglesia -que eso es de hecho- la obligaría hacia todas las clases por iguales partes y hacia los obreros realizadores de las cosas. (Porque ella sería de veras eso que sólo ha sido en la metáfora; el taller donde cada hombre de manos validas tiene su ficha, su cédula y su asiento). Madre se llamaría entonces con razón a la Universidad, porque, cual más, cual menos, todos habríamos vivido un tiempo sentados en su matriz de hacer y de cubrir, y nuestras facultades no recordarían en su forma la presión que nos contornee, y nuestro trabajo echaría, como la naranja da el olor de su tronco, al ser la fragancia confesadora de su origen. Diferentes como los hijos, técnicos, industriales, investigadores, artistas y obreros rasos, el enfilarnos como a los hijos de Hécuba, nuestros rostros o nuestra apostura dirían en tal dejo de la voz o tal giro del pensamiento, el origen común, y la gran proclamada, la gran declarada, estaría feliz de pasar su mano del primero al último, en un ademán de inspección o de recuento, y, como Hécuba, ella nos sabría individualizados y genéricos al mismo tiempo y hechos el bloque fuerte que se llama una casta.

Quebrantada la dirección religiosa del mundo, creado el sentido absolutamente laico de la vida, para mal o bien, no lo sabemos aún, dos potencias se levantaron a recoger el lote del gobierno de los pueblos; el Estado y la Universidad, y, como una operación química con la sangre, quedaron diferenciados y visibles, flotando en el, sereno inocuo de la masa, los glóbulos rojos, y los glóbulos blancos de estas dos categorías de hombres: los que manipulan lo material y los que manipulan lo espiritual. Más ostensible la operación de los rojos, cosa de ver y de tocar en la vida colectiva; más sorda, más lenta y hasta algo mágica, la obra de los blancos, a los que se ha sólido declarar inútiles, porque, como el alma, confiesan menos su trabajo secreto para pasar de nuestra forma actual de vida confusa y entrar en esta forma sencilla y racional.

Pasado un siglo de preparación el Estado asumiría un carácter absoluto de administración, de empresa económica, y la universidad gobernaría todo lo que no fuese asistencia material; ella aprobarla el sistema político más hábil; ella proporcionaría los medios industriales eficientes, ella depuraría, siguiendo conceptos estéticos ceñidos, los modelos artesanos que le llevarían, en consulta, los gremios, ella aconsejaría la distribución de los cultivos de caña, cafés y trigos; ella recolectaría los cantos escolares más calentados de emoción radical; ella dictaría los catálogos conscientes para los tipos de bibliotecas especializadas por edades y vocaciones; ella tendría, como quien dice en su mano, los diversos rayos del alma, el racional, el imaginativo y el volitivo, y de ella partirían o de ella volverían siempre, esas potencias por ímpetu espontáneo de nutrición o por parábola natural de agradecimiento.

Hoy mismo, sin embargo, Estado y Universidad forman dos potencias capitanas de nuestra vida. El primero aparece con voluntad de unidad, casi con el bulto del puño cerrado; la segunda la vemos desbaratada, pulverizada en lotes de escuelas primaria, secundaria o artística y debilitada fabulosamente por este desmigajamiento.

Me acuerdo yo de la Universidad moderna, cuando veo una ilustración dantesca de esa en que, con la formidable unidad teológico, aparece el núcleo divino como un hueso de fruto, echando de si la potencia que teje en zonas la pulpa, luego las suavidades y los colores de la piel, luego la medida del perímetro y la norma de los contornos. Y es que toda idea de unidad toma por la fuerza maneras teológicas, porque la ley de la creación se parte en esencia y modalidades, en paternidad y en finalidades, y así se nos vuelve, querámoslo o no, teología.

Dualidades no aceptaremos sino la fundamental de cuerpo y alma, de Estado y Universidad, que ya es en si bastante tragedia esto de que tenga que separarse fatalmente en hemisferios el poder y el pensamiento, la realización y la concepción. Pero que vivamos a lo menos la unidad de la cultura nacional en forma aproximada a la que he anotado sumariamente.

Los miembros de la vida espiritual de nuestros países andamos sueltos como las tribus que no han aprendido aún vertebración, y, por sueltos, desventurados y por desventurados, rebeldes, con no sé qué suicidio resuelto en la cara.

Los escritores -y ustedes honran en mí también eso- vivimos sin núcleo que nos afirme y nos sustente, desconocidos por las patrias materiales que aceptan como suyos cerros y ríos, pero no sus realidades espirituales a las que declaran montón aéreo de palabras, como si de aire no vivieran ellas en la atmósfera que las viste; pintores y escultores andan en lo mismo, viviendo bajos motes de escupemuros y amasa-monos, como si la luz que hizo una aparta de colores y una distribución de volúmenes en el paisaje, realizase cosa distinta de lo que ellos hacen,, decorando el mundo para regalo de esos ojos apetitosos que son los del hombre; los músicos, familia huérfana si las hay, viven mirados como maniáticos dulces, que están empezados en organizar la emoción común en duendes musicales, lo cual está muy bien para que hagan nuestro aire vivo y él no nos hastíe y por el hastío nos lleve al embrutecimiento.

Perdónenme ustedes que esté haciendo una especie de lamentación de las artes desgajadas de las universidades nuestras, y que esta queja, deliberadamente patética, yo la enderece en el claustro de una universidad que, tal vez, con la de México, es la que ha pecado menos que ninguna otra de nuestra raza por este capítulo. Un profundo sentido gremial hace que yo me vea siempre, en actos de esta índole, acompañada y seguida de la masa de mi gremio abandonado que me mueve a reclamar por él, a levantar petición justa por él mismo.

Las artes, desde las llamadas bellas hasta las artesanías, sus pasos legítimos, se parecen al Ismael echado de la casa de Abraham y padre de clan infeliz, que tomaría el desierto por único derecho y adquiriría costumbre y modos de vagabundo, ciertos cinismos que son desesperaciones y ciertos nihilismos que son áspera venganza. ¿Al Jacob guardado en la casa paterna, seguro y nutrido, no le haría nunca falta, pienso yo, ver en su mesa al nómade de cara curtida, sabio en estaciones y en vientos, donoso hablador, lindo compañero para los días y para las noches? Y las ciencias promovidas y celadas por la Universidad, el Jacob de esta metáfora: ¿no se amojaman, se apelmazan y se vuelven pesadas a la larga, sin tener el contacto, siquiera tardío, de las artes ágiles y excitadoras? Por otra parte, estas artes, echadas a la intemperie como los cabritos mascadores de café del cuento ¿no se banalizarán de brincar siempre y se afiebrarán de no mirar nunca la cara de las ciencias de pestañas fijas que piensan y hacen pensar?

Unidad fortalecedora, unidad teológico, sea la frase de orden de nuestra empresa de cultura. Nada grande viviendo su grandeza puertas afuera de la Universidad; ninguna actividad con marcas espirituales echada de este regazo, labrado por el espíritu; nada que sea nacional viviendo desgajado y hambreado por su caída del tronco que se ha asignado el destino de sostener y de alimentar.

No tomo yo actos como el presente con carácter de simple cortesía sino con el de invitación a una convivencia. Me asignan un lugar entre ustedes y pueden y deben señalarme obligación. Me gusta corresponder, si no pagar.

Cuando la Universidad de Guatemala pasada la penitencia económica del momento pueda emprender unos estudios largos de la raza aborigen, los grandes mayas fundamentales, denme entre ustedes sitio de cronista enamorada del asunto; cuando la Universidad de Guatemala emprenda la divulgación de su literatura en el extranjero, denme materiales para cooperar; cuando haga el recuento de la flora de su suelo entre la cual yo ando encandilada, y queriendo aprender algo, háganme llegar sus publicaciones botánicas, para que yo bien me informe y bien me aproveche.

Mis amigos, me acaece en la madurez de mi vida, recibir honras que me exceden tanto como excedió el abandono de mi juventud. Siendo yo de las que cuando escuchan un elogio, no dejan de seguir viendo su propio contorno y lo miran implacablemente en su línea verdadera, me aflige la honra rebosante, como aflige al pintor de mirada honesta el trazo abultador que desequilibra la masa. A fin de que esa aflicción de espíritu no se me vuelva una vergüenza que me vaya escociendo, proporciónenme ustedes ocasión de trabajar para ir devolviendo, y acabar un día mereciendo lo que ustedes me dan en esta hora de efusión americana.


Guatemala, noviembre, 1931.

En: Gabriela anda por el mundo. Roque Esteban Scarpa, comp. Santiago: Editorial Andrés Bello, 1978.