Recado
de las voces infantiles
El Diario Ilustrado, 30 de julio de 1961 A estos mis niños -porque tan míos los siento como cosa parida- me los he visto y bebido por estos recodos y senderillos de América que siempre, al verlos al fondo de sus voces, se me antojan también algo como infancia de la tierra, para que mejor rimen en el ejercicio de su travesura y de su asombro. A estos mis niños los he oído cantar. En veces embebidos, niños amautas de la puna peruana o cholitos que ponen un timbre de fuente viva entre la sequedad de vidrio contra cielo en que tiembla el Anáhuac; o los indiecitos de Titicaca que cantan mientras las barcas fluyen de sus manos como encajes de agua. Estos niños míos, estos niños de niebla y aire, casi irreales en su belleza menuda y pobre, tienen algo de cervatillos que aprontan el casco Y giran el ojo en husmeo de cazador. Hay, por eso mismo, que sorprenderlos en el canto como a los ciervos en el bebedero: sin ruido de hojas ni aspaviento de presencia. Entonces se darán enteros en su ricura elemental. Puros y dóciles a su propio llamado. Aleladillos. Mirándose llover, como dicen los brujos de yarari. Que algo de magia, algo que es mayor que todo lo adulto, algo contemporáneo de ídolos y piedras, se les vuelve arcilla ensimismada y cándida vez en sus mejillas de avena. A la de Dios por el recuerdo sin cálculo ni pericia de mapa, me voy por esas calles de amapola viva del Brasil litoreño. Por esas calles que huelen al cacao Y semillita de malusa biche y donde la brisa nos ofrece parla de loro con orquídea. Allí he visto las risas de maracas de mis negritos zumbones. Nombrándolo todo con vocablos zumosos, esponjados, con mimos de pupilas y lengua que más parecen licuar que nombrar lo que señalan y tocan. A veces juegan a mayores y se las arreglan para unas escaramuzas, en fabelas y choceríos, que ponen un susto delicioso -un susto de baratijas, pañuelos lunados y ojos en blanco- en las abuelotas negras o en los alguaciles pescadores que andan, entre bancas y caracoles, a la búsqueda de aumentar su borrachera de belleza y de ocio. ¡Qué lindos y elásticos mis mulaticos caribes! Mis mulaticos de Puerto Príncipe, de Camagüey o de Baní. No los apaga la memoria. Se quedan encendidos como abrevaderos de sol. Livianitos, cantando al ritmo de sus venas, tienen guerras de hombros y caderas para todo. Tienen música visible. Música de carretilla con cocos; de polleras de mamá grande; de pistones de mabrú y saliva de bembé. Y, a veces, ¡qué graves bajo el zócalo de una plaza o la testa de una palmera con furia de sol a mediodía! Entonces se vuelven interiores, casi llorosos en un mutismo que, de acercarnos un poco, podríamos hasta oírle las espuelas a Cristophe o el roce de los dedos atusadores en los mostachos de Martí. En: Prosa de Gabriela Mistral. Alfonso Calderón, comp. Santiago: Editorial Universitaria, 1989. |